EL DIÁCONO FRANCISCO DE ASIS
Francisco de Asís vivió en plenitud su
ministerio diaconal. Configurado con Cristo en el bautismo supo ser, como
Cristo lo fue, diácono del Padre.
Cuando la Iglesia se plantea la necesidad de una nueva evangelización, San Francisco de Asis nos sirve de referente. No se puede dar una "Nueva Evangelización" sin nuevos evangelizadores.
San Francisco de Asís imitando a Cristo supo evangelizar con la "palabra" y con la "vida".
El anuncio de AMOR no lo hacía solo con palabras, lo hacía patente con su vida.
Él supo transmitir el amor de Dios y, lo hacía comprensible para los hombres, mediante su entrega amorosa a los demás, de manera especial a los más necesitados de amor.
Para ser agentes de una nueva evangelización no es suficiente con cambiar las formas, la explicitación de las palabras, pues tenemos la Palabra de Dios que es Jesucristo y es a éste al que hay que ofrecer a los hombres mediante el testimonio explícito de nuestra vida.
Cuando la Iglesia se plantea la necesidad de una nueva evangelización, San Francisco de Asis nos sirve de referente. No se puede dar una "Nueva Evangelización" sin nuevos evangelizadores.
San Francisco de Asís imitando a Cristo supo evangelizar con la "palabra" y con la "vida".
El anuncio de AMOR no lo hacía solo con palabras, lo hacía patente con su vida.
Él supo transmitir el amor de Dios y, lo hacía comprensible para los hombres, mediante su entrega amorosa a los demás, de manera especial a los más necesitados de amor.
Para ser agentes de una nueva evangelización no es suficiente con cambiar las formas, la explicitación de las palabras, pues tenemos la Palabra de Dios que es Jesucristo y es a éste al que hay que ofrecer a los hombres mediante el testimonio explícito de nuestra vida.
17. La predicación
ante Honorio III (LM 12,7)
Francisco, después de consultar al hermano
Silvestre y a Santa Clara, entendió que era voluntad de Dios que no se dedicara
en exclusiva a la oración y contemplación, sino que fuera a predicar por el
mundo. Y sin demora emprendió la marcha. Caminaba con tal fervor a cumplir el
mandato divino y corría tan apresuradamente cual si hubiera sido revestido de
una nueva fuerza celestial. Y como primero se convencía a sí mismo con las
obras de lo que quería persuadir a los demás de palabra, sin que temiera
reproche alguno, predicaba la verdad con plena seguridad. No sabía halagar los
pecados de nadie, sino que los fustigaba; ni adular la vida de los pecadores,
sino que la atacaba con ásperas reprensiones. Hablaba con la misma convicción a
grandes que a pequeños y predicaba con idéntica alegría de espíritu a muchos
que a pocos.
En verdad, asistían al siervo Francisco,
adondequiera que se dirigiese, el espíritu del Señor, que le había ungido y
enviado, y el mismo Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, para que abundase en
palabras de sana doctrina y resplandeciera con milagros de gran poder.
Su palabra era como fuego ardiente que penetraba
hasta lo más íntimo del ser y llenaba a todos de admiración, por cuanto no
hacía alarde de ornatos de ingenio humano, sino que emitía el soplo de la
inspiración divina.
Así sucedió una vez que debía predicar en
presencia del papa Honorio III y de los cardenales por indicación del obispo
ostiense, el cardenal Hugolino. Francisco aprendió de memoria un discurso
cuidadosamente compuesto. Pero, cuando se puso en medio de ellos para
dirigirles unas palabras de edificación, de tal modo se olvidó de cuanto
llevaba aprendido, que no acertaba a decir palabra alguna. Confesó el Santo con
verdadera humildad lo que le había sucedido, y, recogiéndose en su interior,
invocó la gracia del Espíritu Santo. De pronto comenzó a hablar con afluencia
de palabras tan eficaces y a mover a compunción con fuerza tan poderosa las
almas de aquellos ilustres personajes, que se hizo patente que no era él el que
hablaba, sino el Espíritu del Señor.
Francisco López, diácono.
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