En la triple jerarquía que constituye
el sacramento del Orden, el diaconado ocupa el grado inferior, y su oficio se
remonta a los orígenes de la Iglesia.
a) En el Nuevo Testamento
Los Hechos
de los Apóstoles relatan la institución de los siete primeros diáconos
helenistas, justificando este ministerio en la necesidad de una asistencia
caritativa a los pobres, sin detrimento de la función de los apóstoles: «Por
aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas
contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia
cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: “No
parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas.
Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama,
llenos de Espíritu y de sabiduría, y los nombraremos para este cargo; mientras
que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra”» (Hch
6, 1-4). Los diáconos son mencionados por primera vez junto a los epíscopos en
la carta a los Filipenses: «Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos
los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos, con los epíscopos y diáconos»
(Flp 1, 1). En la primera epístola a Timoteo se enumeran las cualidades
exigidas a los diáconos y guardando un lugar subalterno con respecto a los
epíscopos «También los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber
mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el Misterio de la fe con una
conciencia pura. Primero se les someterán a prueba y después, si fuesen
irreprensibles, serán diáconos» (1Tm 3, 8-10).
Los datos del Nuevo Testamento tendrán
la mayor importancia en la Historia de la Iglesia; realizan un ideal de
servicio, inspirado en el ejemplo de Jesucristo «Entre ellos hubo también un
altercado sobre quién parecía ser el mayor. Él les dijo: “Los reyes de las
naciones gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre
ellos se hacen llamar Bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor
entre vosotros sea como el menor y el que manda como el que sirve”» (Lc 22,
24-26); el ejercicio de la autoridad en la Iglesia es presentado como un
servicio, una diaconía[1].
El diaconado se presenta en la Iglesia apostólica como una manifestación de la
caridad que debe distinguir a la jerarquía eclesiástica. Por otro lado, la fuerza del Espíritu que
obra en los primeros diáconos, especialmente en san Esteban, marcará siempre en
la Liturgia y en la Tradición la figura del diácono, apuntando las fuentes de
su vida espiritual. Los diáconos asumirán, a través de los tiempos y según las
necesidades, formas apropiadas para la vitalidad del culto, el anuncio de la
Palabra de Dios, la administración de los bienes y la atención material de los
necesitados.
b)
En la Tradición patrística
El servicio de la Iglesia y su
disponibilidad a las órdenes del obispo son el ideal evangélico que los diácono
son llamados a ejercer, exaltado con insistencia en la Iglesia pos-apostólica.
Así se expresan, por ejemplo, Hipólito Romano, san Ignacio de Antioquía y el
Concilio de Nicea (año 325). San Ignacio de Antioquía afirma: «es preciso que
los diáconos den gusto en todo a todos. Los diáconos son, en efecto, ministros
de la Iglesia de Dios, y no distribuidores de comidas y bebidas»[2].
El ministerio de los diáconos conserva el carácter de universalidad, siempre en
dependencia de los obispos y, al menos en principio, de los presbíteros. Los
diáconos orientan las preces de los fieles, velan por el buen orden de la
comunidad litúrgica, ocupando un lugar intermedio entre el que celebra la Santa
Misa y los fieles, sirviendo junto al altar y actuando según las necesidades de
la asistencia. Semejante oficio comprenderá desde la proclamación del
Evangelio, el ofrecimiento del Sacrifico al lado del obispo y el `presbítero,
la distribución del pan y del vino eucarísticos, hasta una actitud de
vigilancia y todas las iniciativas necesarias para que cada cristiano comprenda
las enseñanzas y participe en los misterios litúrgicos. Esta actividad cultual
se prolonga en una irradiación de carácter pastoral. Inicialmente el diácono
aparece como el brazo derecho de los obispos. En los siglos III y IV, con la
multiplicación de las comunidades rurales, los diáconos asumen a veces como la
dirección de lo que hoy podría llamarse una parroquia, según el testimonio del
Concilio de Elvira[3].
Esta época patrística señala la edad
de oro del diaconado, institución permanente y función en perfecta armonía con
la vitalidad de las comunidades cristianas. Es difícil precisar la fisonomía
del diaconado en este momento de florecimiento, por su extraordinaria variedad
de funciones. Se mueve en el plano de la evangelización, de la catequesis, de
la organización del culto, en la formación de los catecúmenos y neófitos. Se
manifiesta igualmente una función caritativa, haciendo del diácono mediador de
la caridad entre los ricos y pobres, y personificación de la generosidad
cristiana, eficaz e institucionalizada. Según el prototipo de san Esteban, el
primer diácono de Jerusalén, la tradición cristiana exaltará las figuras
ejemplares del san Lorenzo; de san Efrén, que ejerce la misma función con
brillo singular en Siria, y de san Vicente mártir, que ilustra la Iglesia de
Zaragoza.
c)
Vicisitudes históricas
Las profundas transformaciones que
tienen lugar en el siglo V, repercuten en la organización y actividad de la
Iglesia; si a ello se añaden los cambios que se producen en el interior de la
misma se entiende que la importancia del diaconado vaya disminuyendo. Éste
pierde un tanto de su función específica y vital pasando a ser, sólo, un puesto de paso para acceder a
las dignidades superiores del presbiterado y del episcopado. Parece que el
ideal del diaconado encerraba una cierta ambigüedad, pues por un lado se trata
de un grado jerárquico, de un servicio junto al altar, y por otro no posee las
atribuciones propiamente sacerdotales.
d)
En la edad media
Durante la edad media, esta
polivalencia del diaconado se irá concretando, cada vez más, a las funciones
litúrgicas. Desde el siglo VII cristalizan las funciones diaconales en torno a
tres elementos: el servicio solemne del altar, la administración del bautismo y
la predicación, siendo ésta entendida como la proclamación del Evangelio o como
una actividad supletoria si falta el sacerdote. Tal será la disciplina
sustancialmente perpetuada en la Iglesia latina.
En la alta Edad Media asistimos a un
retroceso de degradación progresiva del diaconado. Este proceso es más sensible
en Occidente que en Oriente, donde al menos las funciones litúrgica de los
diáconos se han mantenido vivas.
El Concilio de Trento dispuso
que el diaconado fuese restablecido, como era antiguamente, según su propia naturaleza,
como función originaria en la Iglesia aunque tal prescripción no encontró una
actuación y ubicación concreta: «El santo Concilio con el fin de que se
restablezca, según los sagrados cánones, el antiguo uso de las funciones de las
santas órdenes desde el diaconado hasta el ostiariato, loablemente adoptadas en
la Iglesia desde los tiempos Apostólicos, e interrumpidas por tiempo en muchos
lugares; con el fin también de que no las desacrediten los herejes, notándolas
de superfluas; y deseando ardientemente el restablecimiento de esta antigua
disciplina; decreta que no se ejerzan en adelante dichos ministerios, sino por personas
constituidas en las órdenes mencionadas»[4]
e)
En la actualidad
A lo largo del siglo XX se han dado
una serie de intentos para restaurar esta institución. Se pueden distinguir
tres etapas: la primera, desde el pontificado de Pío XII, se señala por un
conjunto de estudios y reflexiones sobre el significado del diaconado y la
oportunidad de su restauración como oficio permanente. La segunda está
representada por la actitud y las enseñanzas del concilio Vaticano II. Y,
finalmente, las determinaciones de Pablo VI. Discretamente ya Pío XII en
octubre de 1957 señalaba: «sabemos que se piensa actualmente en introducir un
orden del diaconado como función eclesiástica independiente del presbiterado.
La idea, por lo menos hoy, no está aún madura»[5].
El Vaticano II marca una etapa de esa madurez abordando la cuestión del
diaconado permanente como estado de vida permanente, dejando el asunto al
juicio de las Conferencias episcopales.
23 agosto 2012
Francisco
Juan López Albaladejo
Diácono
permanente
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