BLOG PERSONAL

Este es el blog personal del diácono permanente de la Diócesis de Orihuela-Alicante FRANCISCO JUAN LOPEZ ALBALADEJO.
Diaconia es sacramento, es entrega, es consagración al servicio ministerial del Señor y de los hermanos. De los hermanos que necesitan escuchar la Palabra de vida eterna encarnada: "Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68); haciendo presente a Jesucristo en la comunidad cristiana y al mundo.

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ORIHUELA, ALICANTE, Spain
Diácono permanente de la Diócesis de Orihuela-Alicante. Licenciado en Ciencias Religiosas

jueves, 23 de agosto de 2012

BREVE HISTORIA DEL DIACONADO

         
         En la triple jerarquía que constituye el sacramento del Orden, el diaconado ocupa el grado inferior, y su oficio se remonta a los orígenes de la Iglesia.
 
       a)      En el Nuevo Testamento
           Los Hechos de los Apóstoles relatan la institución de los siete primeros diáconos helenistas, justificando este ministerio en la necesidad de una asistencia caritativa a los pobres, sin detrimento de la función de los apóstoles: «Por aquellos días, al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la asistencia cotidiana. Los Doce convocaron la asamblea de los discípulos y dijeron: “No parece bien que nosotros abandonemos la Palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, buscad de entre vosotros a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría, y los nombraremos para este cargo; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra”» (Hch 6, 1-4). Los diáconos son mencionados por primera vez junto a los epíscopos en la carta a los Filipenses: «Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos, con los epíscopos y diáconos» (Flp 1, 1). En la primera epístola a Timoteo se enumeran las cualidades exigidas a los diáconos y guardando un lugar subalterno con respecto a los epíscopos «También los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el Misterio de la fe con una conciencia pura. Primero se les someterán a prueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos» (1Tm 3, 8-10).
         Los datos del Nuevo Testamento tendrán la mayor importancia en la Historia de la Iglesia; realizan un ideal de servicio, inspirado en el ejemplo de Jesucristo «Entre ellos hubo también un altercado sobre quién parecía ser el mayor. Él les dijo: “Los reyes de las naciones gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre ellos se hacen llamar Bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el menor y el que manda como el que sirve”» (Lc 22, 24-26); el ejercicio de la autoridad en la Iglesia es presentado como un servicio, una diaconía[1]. El diaconado se presenta en la Iglesia apostólica como una manifestación de la caridad que debe distinguir a la jerarquía eclesiástica.  Por otro lado, la fuerza del Espíritu que obra en los primeros diáconos, especialmente en san Esteban, marcará siempre en la Liturgia y en la Tradición la figura del diácono, apuntando las fuentes de su vida espiritual. Los diáconos asumirán, a través de los tiempos y según las necesidades, formas apropiadas para la vitalidad del culto, el anuncio de la Palabra de Dios, la administración de los bienes y la atención material de los necesitados.
b) En la Tradición patrística
           El servicio de la Iglesia y su disponibilidad a las órdenes del obispo son el ideal evangélico que los diácono son llamados a ejercer, exaltado con insistencia en la Iglesia pos-apostólica. Así se expresan, por ejemplo, Hipólito Romano, san Ignacio de Antioquía y el Concilio de Nicea (año 325). San Ignacio de Antioquía afirma: «es preciso que los diáconos den gusto en todo a todos. Los diáconos son, en efecto, ministros de la Iglesia de Dios, y no distribuidores de comidas y bebidas»[2]. El ministerio de los diáconos conserva el carácter de universalidad, siempre en dependencia de los obispos y, al menos en principio, de los presbíteros. Los diáconos orientan las preces de los fieles, velan por el buen orden de la comunidad litúrgica, ocupando un lugar intermedio entre el que celebra la Santa Misa y los fieles, sirviendo junto al altar y actuando según las necesidades de la asistencia. Semejante oficio comprenderá desde la proclamación del Evangelio, el ofrecimiento del Sacrifico al lado del obispo y el `presbítero, la distribución del pan y del vino eucarísticos, hasta una actitud de vigilancia y todas las iniciativas necesarias para que cada cristiano comprenda las enseñanzas y participe en los misterios litúrgicos. Esta actividad cultual se prolonga en una irradiación de carácter pastoral. Inicialmente el diácono aparece como el brazo derecho de los obispos. En los siglos III y IV, con la multiplicación de las comunidades rurales, los diáconos asumen a veces como la dirección de lo que hoy podría llamarse una parroquia, según el testimonio del Concilio de Elvira[3].
          Esta época patrística señala la edad de oro del diaconado, institución permanente y función en perfecta armonía con la vitalidad de las comunidades cristianas. Es difícil precisar la fisonomía del diaconado en este momento de florecimiento, por su extraordinaria variedad de funciones. Se mueve en el plano de la evangelización, de la catequesis, de la organización del culto, en la formación de los catecúmenos y neófitos. Se manifiesta igualmente una función caritativa, haciendo del diácono mediador de la caridad entre los ricos y pobres, y personificación de la generosidad cristiana, eficaz e institucionalizada. Según el prototipo de san Esteban, el primer diácono de Jerusalén, la tradición cristiana exaltará las figuras ejemplares del san Lorenzo; de san Efrén, que ejerce la misma función con brillo singular en Siria, y de san Vicente mártir, que ilustra la Iglesia de Zaragoza.
c) Vicisitudes históricas
          Las profundas transformaciones que tienen lugar en el siglo V, repercuten en la organización y actividad de la Iglesia; si a ello se añaden los cambios que se producen en el interior de la misma se entiende que la importancia del diaconado vaya disminuyendo. Éste pierde un tanto de su función específica y vital pasando  a ser, sólo, un puesto de paso para acceder a las dignidades superiores del presbiterado y del episcopado. Parece que el ideal del diaconado encerraba una cierta ambigüedad, pues por un lado se trata de un grado jerárquico, de un servicio junto al altar, y por otro no posee las atribuciones propiamente sacerdotales.
d) En la edad media
          Durante la edad media, esta polivalencia del diaconado se irá concretando, cada vez más, a las funciones litúrgicas. Desde el siglo VII cristalizan las funciones diaconales en torno a tres elementos: el servicio solemne del altar, la administración del bautismo y la predicación, siendo ésta entendida como la proclamación del Evangelio o como una actividad supletoria si falta el sacerdote. Tal será la disciplina sustancialmente perpetuada en la Iglesia latina.
        En la alta Edad Media asistimos a un retroceso de degradación progresiva del diaconado. Este proceso es más sensible en Occidente que en Oriente, donde al menos las funciones litúrgica de los diáconos se han mantenido vivas.
        El Concilio de Trento dispuso que el diaconado fuese restablecido, como era antiguamente, según su propia naturaleza, como función originaria en la Iglesia aunque tal prescripción no encontró una actuación y ubicación concreta: «El santo Concilio con el fin de que se restablezca, según los sagrados cánones, el antiguo uso de las funciones de las santas órdenes desde el diaconado hasta el ostiariato, loablemente adoptadas en la Iglesia desde los tiempos Apostólicos, e interrumpidas por tiempo en muchos lugares; con el fin también de que no las desacrediten los herejes, notándolas de superfluas; y deseando ardientemente el restablecimiento de esta antigua disciplina; decreta que no se ejerzan en adelante dichos ministerios, sino por personas constituidas en las órdenes mencionadas»[4]
e) En la actualidad
          A lo largo del siglo XX se han dado una serie de intentos para restaurar esta institución. Se pueden distinguir tres etapas: la primera, desde el pontificado de Pío XII, se señala por un conjunto de estudios y reflexiones sobre el significado del diaconado y la oportunidad de su restauración como oficio permanente. La segunda está representada por la actitud y las enseñanzas del concilio Vaticano II. Y, finalmente, las determinaciones de Pablo VI. Discretamente ya Pío XII en octubre de 1957 señalaba: «sabemos que se piensa actualmente en introducir un orden del diaconado como función eclesiástica independiente del presbiterado. La idea, por lo menos hoy, no está aún madura»[5]. El Vaticano II marca una etapa de esa madurez abordando la cuestión del diaconado permanente como estado de vida permanente, dejando el asunto al juicio de las Conferencias episcopales.
23 agosto 2012
Francisco Juan López Albaladejo
Diácono permanente
 





[1] Cf. 2 Co 3, 3; Rm 11, 13; Mt 20, 25-27.


[2] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos, 2, 3.


[3] Cf. Concilio de Elvira.  Canon 77.


[4] Cf. J. Hubert,  Historia del Concilio de Trento, EUNSA, Pamplona 1981, 528.


[5] Pio XII. Discurso al II Congreso Internacional del Apostolado de los laicos. 1957.


miércoles, 8 de agosto de 2012

DIACONOS EN LA HISTORIA

San Lorenzo, Diácono y Mártir Era San Lorenzo uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, cargo que gran responsabilidad, ya que consistía en el cuidado de los bienes de la Iglesia y la distribución de limosnas a los pobres. El año 257, el emperador Valeriano publicó el edicto de persecución contra los cristianos y, al año siguiente, fue arrestado y decapitado el Papa san Sixto II, San Lorenzo le siguió en el martirio cuatro días después. Según las tradiciones cuando el Papa San Sixto se dirigía al sitio de la ejecución, San Lorenzo iba junto a él y lloraba. "¿A dónde vas sin tu diácono, padre mío? ", le preguntaba. El Pontífice respondió: "No pienses que te abandono, hijo mío, pues dentro de tres días me seguirás". San Agustín dice que el gran deseo que tenía San Lorenzo de unirse a Cristo, le hizo olvidar las exigencias de la tortura. También afirma que Dios obró muchos milagros en Roma por intercesión de San Lorenzo. Este santo ha sido, desde el siglo IV, uno de los mártires más venerados y su nombre aparece en el canon de la misa. Fue sepultado en el cementerio de Ciriaca, en Agro Verano, sobre la Vía Tiburtina. Constantino erigió la primera capilla en el sitio que ocupa actualmente la iglesia de San Lorenzo extra muros, que es la quinta basílica patriarcal de Roma.

martes, 7 de agosto de 2012

EN UNA IGLESIA COMUNIÓN

EL DIÁCONO SERVIDOR DE LA PALABRA

EN UNA IGLESIA COMUNIÓN
           La Iglesia, obra de la Trinidad, es comunión real entre todos los que la componen, pero además esa comunión es reflejo de la familia divina, es la Trinidad la que realiza la comunión que vive la Iglesia. La Iglesia es sacramento de comunión de los hombres con Dios y entre sí.
         La eclesiología de comunión se ha convertido en el verdadero y propio corazón de la doctrina sobre la Iglesia del Vaticano II. Una buena síntesis de esto la encontramos en el siguiente texto:
«Su espectro parte de la unidad en la fe, la esperanza y el amor cristianos, sellados sacramentalmente por el bautismo, que crea la situación básica de la comunión; se refuerza por la participación en la eucaristía, que está esencialmente orientada a la “unitas ecclesiae” y se rehace por el sacramento de la conversión que reconcilia con Dios y con la Iglesia; se traduce concretamente en la “colecta” de bienes y en la comunión de lo que se tiene y de lo que se es: esta comunión está presidida, visiblemente fundada y eventualmente defendida por los obispos cuyo centro es el obispo de Roma; está llamada la comunión eclesial a ser fermento de reconciliación y de paz en la humanidad; es una garantía de la asamblea consumada en la patria»[1].
        Un ejemplo de la vivencia de la comunión eclesial en la comunidad primitiva nos lo ofrece el primer sumario de la Hechos de los Apóstoles. Los que habían sido bautizados «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones»[2].

En la Iglesia comunión, el diácono sirve la unidad
         La comunidad eclesial se sabe engendrada por la Palabra; de aquí resulta esencial su sintonía con la Palabra.
         La vida de la Iglesia primitiva demuestra que la unión de los cristianos, se realiza por la fe suscitada por la predicación de los apóstoles, alimentada por la Palabra y la Eucaristía y sostenida por la oración.
         El diácono que por el sacramento del Orden tiene como misión el anuncio, la proclamación y la predicación de la Palabra de Dios, está poniendo los pilares fundamentales para hacer realidad la unidad de los cristianos en la Iglesia, ya que la fe es la respuesta del hombre  a la Palabra salvífica de Dios.
         La comunión eclesial que se inicia por la aceptación de la Palabra de Dios mediante la fe, que se visibiliza en el signo sacramental del bautismo, alcanza su perfección en la eucaristía.
En la liturgia el diácono ora y predica la Palabra
         Una palabra bien programada, acogida y meditada es fuente inagotable de oración viva para todo cristiano. Es Dios quien nos habla en la Palabra proclamada por el diácono.
         Es necesario que el diácono anuncie la Palabra de Dios. San Pablo plantea la cuestión del anuncio y de la escucha en oración de la Palabra, «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿Cómo predicarán si no son enviados?»[3].
En la comunidad enseña, catequiza y ejerce la caridad con la Palabra
          El diácono es servidor de Cristo,  pues la Iglesia recibió de Cristo su misión de predicar y traslada este cometido a cada uno de los predicadores. Los propios discípulos predicaron lo que vieron y oyeron. Lo que ellos hicieron es lo que ha de hacer la Iglesia, «Porque yo no he hablado por mí mismo; el Padre, que me ha enviado, es quien me mandó lo que he de decir y proclamar. Así pues, lo que yo digo, lo digo según me lo ha ordenado el Padre»[4].
         La catequesis no es algo propio y personal que le pertenezca en exclusiva al diácono. Pertenece a la Iglesia. Ella es la que tiene la misión de evangelizar y ella es la que ha confiado al diácono, entre otros, el cuidado de una parte de personas para que le ofrezca buenos alimentos y le guíe por los buenos caminos al encuentro del Señor.
         En la acción catequética Dios se va revelando progresivamente a su pueblo con amor de Padre y le conduce hacia Él con mano poderosa.
         El diácono está llamado a catequizar, en la familia, en los grupos de la parroquia, en los ámbitos donde ejerce su profesión, presentando a los demás la Palabra de Dios encarnada en el Verbo. Presenta a Otro que da sentido a su vida e invita a que su interlocutor también pueda entrar en contacto y amistad con Él. El diácono no sólo da testimonio de que él reconoce al Señor y lo ama; sino que ejerce de mediación para que por su boca el Señor salga al encuentro de los demás. El diácono escucha la Palabra para transmitirla después, en razón de su ministerio ordenado, a todas aquellas personas y grupos que la Iglesia le tiene confiados.
          La Palabra, es Dios mismo quien la siembra en el corazón de los hombres. En el corazón de la actividad catequética se encuentra la Palabra de Dios que se escucha por el oído y debe calar en lo más hondo del corazón. Es el mismo Cristo el que se nos comunica en ella y  nos lleva al Padre, en el Espíritu Santo.
         Toda acción pastoral lo es sólo en la medida en la que está sostenida y alimentada por la Palabra.
         En la primitiva comunidad cristiana, como fruto de la aceptación de la Palabra anunciada y aceptada por la fe, compartían los bienes materiales con los necesitados: «todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44).

Francisco J. López Albaladejo




[1] R. Blázquez, La Iglesia del Vaticano II. Salamanca 1988, 58-59.
[2] Hechos de los Apóstoles  2, 42.[3] Cf. Rm 10, 14-15.[4] Jn 12,49.