El sentido de pecado
Cuando ocultamos la presencia de Dios o cuando vivimos la llamada “muerte de Dios” (Nietzsche), perdemos el sentido de
pecado, rompemos el espejo de nuestra conciencia y de esta manera todo lo
justificamos e incluso lo defendemos como éticamente bueno al convertirnos
nosotros mismos en dioses.
Un pecado grave, como por ejemplo el de las injusticias sociales que se cometen contra los más pobres, y que muchas veces quedan amparadas por leyes que las justifican, son reducidas a un problema por resolver de carácter estructural o coyuntural y del que nadie se siente culpable o necesita pedir perdón.
Un pecado grave, como por ejemplo el de las injusticias sociales que se cometen contra los más pobres, y que muchas veces quedan amparadas por leyes que las justifican, son reducidas a un problema por resolver de carácter estructural o coyuntural y del que nadie se siente culpable o necesita pedir perdón.
Todos somos pecadores, todos estamos tentados y la tentación es el pan
nuestro de cada día y que también aparece en nosotros cuando apoyamos las
situaciones de injusticia o nos hacemos solidarios con las estructuras de
pecado.
Ocultamos la presencia de Dios o nos ponemos nosotros en su lugar cuando
a pesar de que al rezar el Padrenuestro le pedimos: “Venga a nosotros Tu Reino”
no es su Reino el que sembramos sino el nuestro, ese en el que nosotros somos
el rey y todo gira a nuestro alrededor. Ese reino de esclavitud y de muerte de
tantos niños, hombres y mujeres por causa de la explotación a la que son
sometidos, de la guerra, el odio y el hambre.
Al perderse el sentido de pecado, como ya nos indicó Pío XII en 1946:
“El pecado más grande de hoy es que los hombres han pedido el sentido de
pecado”, el hombre ya no busca la salvación que viene de Dios sino que cree que
la obtiene por sus propios medios, cuando en realidad su esfuerzo en tratar de
conseguirla le lleva a perderla al menospreciar al dignidad del hombre.
Francisco López, diácono.