EN UNA IGLESIA COMUNIÓN
La Iglesia, obra de la Trinidad, es comunión real entre todos los que la componen, pero además esa comunión es reflejo de la familia divina, es la Trinidad la que realiza la comunión que vive la Iglesia. La Iglesia es sacramento de comunión de los hombres con Dios y entre sí.
La eclesiología de comunión se ha convertido en el verdadero y propio corazón de la doctrina sobre la Iglesia del Vaticano II. Una buena síntesis de esto la encontramos en el siguiente texto:
«Su espectro parte de la unidad en la fe, la esperanza y el amor cristianos, sellados sacramentalmente por el bautismo, que crea la situación básica de la comunión; se refuerza por la participación en la eucaristía, que está esencialmente orientada a la “unitas ecclesiae” y se rehace por el sacramento de la conversión que reconcilia con Dios y con la Iglesia; se traduce concretamente en la “colecta” de bienes y en la comunión de lo que se tiene y de lo que se es: esta comunión está presidida, visiblemente fundada y eventualmente defendida por los obispos cuyo centro es el obispo de Roma; está llamada la comunión eclesial a ser fermento de reconciliación y de paz en la humanidad; es una garantía de la asamblea consumada en la patria»[1].
Un ejemplo de la vivencia de la comunión eclesial en la comunidad primitiva nos lo ofrece el primer sumario de la Hechos de los Apóstoles. Los que habían sido bautizados «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones»[2].
En la Iglesia comunión, el diácono sirve la unidad
En la Iglesia comunión, el diácono sirve la unidad
La comunidad eclesial se sabe engendrada por la Palabra; de aquí resulta esencial su sintonía con la Palabra.
La vida de la Iglesia primitiva demuestra que la unión de los cristianos, se realiza por la fe suscitada por la predicación de los apóstoles, alimentada por la Palabra y la Eucaristía y sostenida por la oración.
La vida de la Iglesia primitiva demuestra que la unión de los cristianos, se realiza por la fe suscitada por la predicación de los apóstoles, alimentada por la Palabra y la Eucaristía y sostenida por la oración.
El diácono que por el sacramento del Orden tiene como misión el anuncio, la proclamación y la predicación de la Palabra de Dios, está poniendo los pilares fundamentales para hacer realidad la unidad de los cristianos en la Iglesia, ya que la fe es la respuesta del hombre a la Palabra salvífica de Dios.
La comunión eclesial que se inicia por la aceptación de la Palabra de Dios mediante la fe, que se visibiliza en el signo sacramental del bautismo, alcanza su perfección en la eucaristía.
En la liturgia el diácono ora y predica la Palabra
Una palabra bien programada, acogida y meditada es fuente inagotable de oración viva para todo cristiano. Es Dios quien nos habla en la Palabra proclamada por el diácono.
Es necesario que el diácono anuncie la Palabra de Dios. San Pablo plantea la cuestión del anuncio y de la escucha en oración de la Palabra, «¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿Cómo predicarán si no son enviados?»[3].
En la comunidad enseña, catequiza y ejerce la caridad con la Palabra
El diácono es servidor de Cristo, pues la Iglesia recibió de Cristo su misión de predicar y traslada este cometido a cada uno de los predicadores. Los propios discípulos predicaron lo que vieron y oyeron. Lo que ellos hicieron es lo que ha de hacer la Iglesia, «Porque yo no he hablado por mí mismo; el Padre, que me ha enviado, es quien me mandó lo que he de decir y proclamar. Así pues, lo que yo digo, lo digo según me lo ha ordenado el Padre»[4].
La catequesis no es algo propio y personal que le pertenezca en exclusiva al diácono. Pertenece a la Iglesia. Ella es la que tiene la misión de evangelizar y ella es la que ha confiado al diácono, entre otros, el cuidado de una parte de personas para que le ofrezca buenos alimentos y le guíe por los buenos caminos al encuentro del Señor.
En la acción catequética Dios se va revelando progresivamente a su pueblo con amor de Padre y le conduce hacia Él con mano poderosa.
El diácono está llamado a catequizar, en la familia, en los grupos de la parroquia, en los ámbitos donde ejerce su profesión, presentando a los demás la Palabra de Dios encarnada en el Verbo. Presenta a Otro que da sentido a su vida e invita a que su interlocutor también pueda entrar en contacto y amistad con Él. El diácono no sólo da testimonio de que él reconoce al Señor y lo ama; sino que ejerce de mediación para que por su boca el Señor salga al encuentro de los demás. El diácono escucha la Palabra para transmitirla después, en razón de su ministerio ordenado, a todas aquellas personas y grupos que la Iglesia le tiene confiados.
La Palabra, es Dios mismo quien la siembra en el corazón de los hombres. En el corazón de la actividad catequética se encuentra la Palabra de Dios que se escucha por el oído y debe calar en lo más hondo del corazón. Es el mismo Cristo el que se nos comunica en ella y nos lleva al Padre, en el Espíritu Santo.
Toda acción pastoral lo es sólo en la medida en la que está sostenida y alimentada por la Palabra.
En la primitiva comunidad cristiana, como fruto de la aceptación de la Palabra anunciada y aceptada por la fe, compartían los bienes materiales con los necesitados: «todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44).
[1] R. Blázquez, La Iglesia del Vaticano II. Salamanca 1988, 58-59.
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