EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FILES LAICOS
SOBRE
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
EN EL MUNDO ACTUAL
ÍNDICE
1. La
alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se
encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del
pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo
siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los
fieles cristianos, para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada
por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los
próximos años.
2. El gran
riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es
una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la
búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada.
Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay
espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de
Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo
por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y
permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos,
sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo
de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón
de Cristo resucitado.
3. Invito
a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a
renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar
la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso.
No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él,
porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor».[1] Al
que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso
hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos
abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he
dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez
para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor,
acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien
volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa
nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su
misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22)
nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus
hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este
amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a
empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede
devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos
declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos
lanza hacia adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento habían
preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los
tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado
saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo»
(9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad
gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte,
el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un
alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid,
montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de
sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar
vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno,
Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y
victorioso!» (Za 9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del
profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de
fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me
llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso
salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti
con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se
vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la
afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus
posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14).
¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de
Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos:
«Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de
María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre
(cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu se
estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando
Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha
llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de
alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de
gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y
vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana
bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos:
«Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20).
E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá
quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo
resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de
los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con
alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría»
(8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un
eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero
«se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no
entrar también nosotros en ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una
Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo
en todas las etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta
y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace
de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves
dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la
alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme
confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la
paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace
esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura.
Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar
en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de
excusas y reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que
sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha
logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil
engendrar la alegría».[2] Puedo
decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida
son los de personas muy pobres que tienen poco a qué aferrarse. También
recuerdo la genuina alegría de aquellos que, aun en medio de grandes
compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente,
desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente
del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No me
cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al
centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética
o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con
el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de
nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser
plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios
que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más
verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si
alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo
puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda
experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión,
y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor
sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se
arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud
no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían
asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos
apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1
Co 9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero
no con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son
los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de
comunicar vida a los demás».[4] Cuando
la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los
cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí
descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura
a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la
misión».[5] Por
consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de
funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora
alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y
ojalá el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza–
pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y
desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del
Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en
sí mismos, la alegría de Cristo».[6]
11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes,
también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una
fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el
mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado.
Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el
vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin
cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6),
y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su
riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente
constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de
la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33).
Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es
tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede
entrar más adentro».[7] O
bien, como afirmaba san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo
toda novedad».[8] Él
siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y,
aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta
cristiana nunca envejece. Jesucristo también puede romper los esquemas
aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su
constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y
recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos
creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras
cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda
auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama una entrega
generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que
la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender.
Jesús es «el primero y el más grande evangelizador».[9] En
cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso
llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La
verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir, la
que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil
maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la
iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que
«es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos
permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante
que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo nos
ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta
misión como un desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y
nos lanza hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que
podríamos llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel. Jesús
nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos
introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La
alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria
agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las
cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos
hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre
ellos, se destacan algunas personas que incidieron de manera especial para
hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os
anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de
personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo
presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu
madre Eunice» (2 Tm1,5). El creyente es fundamentalmente
«memorioso».
14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a
reconocer comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de octubre
de 2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de
la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a
todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.[10] En
primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria,
«animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles
que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor
para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna».[11] También
se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y
sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no participen
frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los
creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor
de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas
bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»,[12] no
tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo
de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una
conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse
con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización está
esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio aquienes no
conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a
Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de
antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio.
Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como
quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría,
señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece
por proselitismo sino «por atracción».[13]
15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es
necesario mantener viva la solicitud por el anuncio» a los que están alejados
de Cristo, «porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia».[14] La
actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para
la Iglesia»[15] y
«la causa misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué
sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente
reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra
de la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron
que ya «no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y
que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral
decididamente misionera».[18] Esta
tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá
más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
16. Acepté con gusto el pedido de los Padres
sinodales de redactar esta Exhortación.[19] Al
hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo. También he consultado
a diversas personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me
mueven en este momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son
innumerables los temas relacionados con la evangelización en el mundo actual
que podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas
múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa
profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una
palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la
Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados
locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en
sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una
saludable «descentralización».
17. Aquí he optado por proponer algunas líneas que
puedan alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora,
llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de
la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas, detenerme
largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que
evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo que
quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer
un tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica de esos
asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado
estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad que
se realice. Y así, de esta manera, podamos acoger, en medio de nuestro
compromiso diario, la exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en
el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).
19. La evangelización obedece al mandato misionero
de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20).
En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a
los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de
manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.
20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente
este dinamismo de «salida» que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham
aceptó el llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3).
Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e
hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17).
A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7).
Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos
siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos
llamados a esta nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad
discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados
a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a
todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.
21. La alegría del Evangelio que llena la vida de la
comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La experimentan los
setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17).
La vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre
porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21).
La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten al escuchar
predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6)
en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado
y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir
de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El Señor
dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas,
porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la
semilla en un lugar, ya no se detiene para explicar mejor o para hacer más
signos allí, sino que el Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que no
podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada,
crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29).
La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz
a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones
y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una
intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como comunión
misionera».[20] Fiel
al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el
Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras,
sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no
puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los pastores de Belén:
«No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran alegría para
todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una
Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la
tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).
24. La Iglesia en salida es la comunidad de
discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que
fructifican y festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La
comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha
primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe
adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los
lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos.
Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber
experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos
un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse».
Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los
suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a
los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La
comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de
los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario,
y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo.
Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego,
la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad
en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas
largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y
evita maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar».
La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor
la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El
sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene
reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se
encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en
apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida
entera y jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su
sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y
manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la comunidad
evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña
victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa
se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender
el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de
la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y
fuente de un renovado impulso donativo.
25. No ignoro que hoy los documentos no despiertan
el mismo interés que en otras épocas, y son rápidamente olvidados. No
obstante, destaco que lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido
programático y consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades
procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una
conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya
no nos sirve una «simple administración».[21] Constituyámonos
en todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la
renovación, para expresar con fuerza que no se dirige sólo a los individuos
aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos este memorable texto que no ha
perdido su fuerza interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia
de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio […] De esta
iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la
imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como
Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y el rostro
real que hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso
y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que
denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo
del modelo que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano II presentó la conversión
eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a
Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el
aumento de la fidelidad a su vocación […] Cristo llama a la Iglesia
peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto
institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».[24]
Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a
condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras
sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida
nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la
propia vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
27. Sueño con una opción misionera capaz de
transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el
lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la
evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma
de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este
sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral
ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a
los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la
respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad.
Como decía Juan Pablo II a los Obispos de Oceanía, «toda renovación en el
seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo para no caer presa
de una especie de introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no es una estructura caduca;
precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy
diversas que requieren la docilidad y la creatividad misionera del Pastor y
de la comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución
evangelizadora, si es capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá
siendo «la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus
hijas».[26] Esto
supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la vida del
pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la gente o en
un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia es presencia
eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la Palabra, del
crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad
generosa, de la adoración y la celebración.[27] A
través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros
para que sean agentes de evangelización.[28] Es
comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para
seguir caminando, y centro de constante envío misionero. Pero tenemos que
reconocer que el llamado a la revisión y renovación de las parroquias todavía
no ha dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más cerca de la gente,
que sean ámbitos de viva comunión y participación, y se orienten
completamente a la misión.
29. Las demás instituciones eclesiales, comunidades
de base y pequeñas comunidades, movimientos y otras formas de asociación, son
una riqueza de la Iglesia que el Espíritu suscita para evangelizar todos los
ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo fervor evangelizador y
una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la Iglesia. Pero es muy
sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica de la parroquia del
lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia
particular.[29] Esta
integración evitará que se queden sólo con una parte del Evangelio y de la
Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia particular, porción de la Iglesia
católica bajo la guía de su obispo, también está llamada a la conversión
misionera. Ella es el sujeto primario de la evangelización,[30] ya
que es la manifestación concreta de la única Iglesia en un lugar del mundo, y
en ella «verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa,
Católica y Apostólica».[31] Es
la Iglesia encarnada en un espacio determinado, provista de todos los medios
de salvación dados por Cristo, pero con un rostro local. Su alegría de
comunicar a Jesucristo se expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en
otros lugares más necesitados como en una salida constante hacia las
periferias de su propio territorio o hacia los nuevos ámbitos
socioculturales.[32] Procura
estar siempre allí donde hace más falta la luz y la vida del Resucitado.[33] En
orden a que este impulso misionero sea cada vez más intenso, generoso y
fecundo, exhorto también a cada Iglesia particular a entrar en un proceso
decidido de discernimiento, purificación y reforma.
31. El obispo siempre debe fomentar la comunión
misionera en su Iglesia diocesana siguiendo el ideal de las primeras
comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola
alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a veces estará delante para
indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo, otras veces estará
simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en
ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y,
sobre todo, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos
caminos. En su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera,
tendrá que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de
participación que propone el Código de Derecho Canónico[34] y
otras formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a todos y no sólo
a algunos que le acaricien los oídos. Pero el objetivo de estos procesos
participativos no será principalmente la organización eclesial, sino el sueño
misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los
demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como
Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un
ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo
quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización. El Papa Juan
Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una forma del ejercicio del
primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra
a una situación nueva».[35] Hemos
avanzado poco en ese sentido. También el papado y las estructuras centrales
de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión
pastoral. El Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas
Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales pueden «desarrollar una
obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación
concreta».[36] Pero
este deseo no se realizó plenamente, por cuanto todavía no se ha explicitado
suficientemente un estatuto de las Conferencias episcopales que las conciba
como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica
autoridad doctrinal.[37] Una
excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica
misionera.
33. La pastoral en clave de misión pretende
abandonar el cómodo criterio pastoral del «siempre se ha hecho así». Invito a
todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las
estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias
comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda
comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en
mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía las
orientaciones de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo importante
es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con la
guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral.
34. Si pretendemos poner todo en clave misionera,
esto también vale para el modo de comunicar el mensaje. En el mundo de hoy,
con la velocidad de las comunicaciones y la selección interesada de
contenidos que realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que
nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos
secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza
moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da sentido. El problema
mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces
identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes,
por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo. Entonces
conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros interlocutores
conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar nuestro
discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga sentido,
hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona
por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta
imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un
estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni
exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo
más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta
se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más
contundente y radiante.
36. Todas las verdades reveladas proceden de la
misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son
más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En
este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor
salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este
sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o
“jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su
conexión con el fundamento de la fe cristiana».[38] Esto
vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de
la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje
moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en las
virtudes y en los actos que de ellas proceden.[39] Allí
lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6).
Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la
gracia interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la
gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor».[40] Por
ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de
todas las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más grande de las
virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus
deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene como propio
de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo
máximo».[41]
38. Es importante sacar las consecuencias pastorales
de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia.
Ante todo hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya
una adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se
mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por
ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre
la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se
produce una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente
aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la
catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia,
más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.
39. Así como la organicidad entre las virtudes
impide excluir alguna de ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es negada.
No hay que mutilar la integralidad del mensaje del Evangelio. Es más, cada
verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa
totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen
su importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación es fiel al
Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y
queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es
más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de
pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante
que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para
buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!
Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa
invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia
corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro
peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino
algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones
ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de
tener «olor a Evangelio».
40. La Iglesia, que es discípula misionera, necesita
crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la
verdad. La tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a «madurar el juicio
de la Iglesia».[42]De otro
modo también lo hacen las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales,
por ejemplo, Juan Pablo II ha dicho que la Iglesia presta atención a sus
aportes «para sacar indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su
misión de Magisterio».[43] Además,
en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca de las cuales se
investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas líneas de pensamiento
filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el
respeto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a
explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una
doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles
una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que
se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable
riqueza del Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo, los enormes y veloces cambios
culturales requieren que prestemos una constante atención para intentar
expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su
permanente novedad. Pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa es
la substancia […] y otra la manera de formular su expresión».[45] A
veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles
reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no
responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de
comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones
les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano.
De ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la
substancia. Ése es el riesgo más grave. Recordemos que «la expresión de la
verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se
hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su
inmutable significado».[46]
42. Esto tiene una gran incidencia en el anuncio del
Evangelio si de verdad tenemos el propósito de que su belleza pueda ser mejor
percibida y acogida por todos. De cualquier modo, nunca podremos convertir
las enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido y felizmente
valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz, alguna
oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo se
comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más allá de
la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por ello,
cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud
evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la cercanía, el amor
y el testimonio.
43. En su constante discernimiento, la Iglesia
también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas
al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia,
que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele
ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de
revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden
haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza
educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los
preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son
poquísimos».[47] Citando
a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia
posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a
los fieles» y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando «la
misericordia de Dios quiso que fuera libre».[48] Esta
advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad.
Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma
de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos
los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a
Dios, no pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia católica: «La
imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e
incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia,
el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o
sociales».[49]
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico,
hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de
crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.[50] A
los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de
torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula a hacer
el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede
ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien
transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades. A todos debe
llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra
misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve
entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre
comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar
a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es
posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los
débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra,
nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez
autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no
renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del
camino.
46. La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las
puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas
no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más
bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y
escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al
costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda
con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin
dificultad.
47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa
abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener
templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien
quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se
encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas
que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la
vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de
los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre
todo cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La
Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un
premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los
débiles.[51] Estas
convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a
considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como
controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una
aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a
cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo
misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería
privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación
contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los
pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos
que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar
dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y
siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio»,[52] y la evangelización dirigida gratuitamente a
ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas
que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los
dejemos solos.
49.
Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para
toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de
Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a
la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de
aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser
el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y
procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra
conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el
consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los
contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles
vosotros de comer!» (Mc 6,37).
50. Antes
de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la
acción evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el
cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de
diagnóstico» que no siempre está acompañado de propuestas superadoras y
realmente aplicables. Por otra parte, tampoco nos serviría una mirada
puramente sociológica, que podría tener pretensiones de abarcar toda la
realidad con su metodología de una manera supuestamente neutra y aséptica. Lo
que quiero ofrecer va más bien en la línea de undiscernimiento evangélico.
Es la mirada del discípulo misionero, que se «alimenta a la luz y con la
fuerza del Espíritu Santo».[53]
51. No es
función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo sobre la realidad
contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a una «siempre vigilante
capacidad de estudiar los signos de los tiempos».[54] Se trata de una
responsabilidad grave, ya que algunas realidades del presente, si no son bien
resueltas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de
revertir más adelante. Es preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto
del Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto
implica no sólo reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del
malo, sino –y aquí radica lo decisivo– elegir las del buen espíritu y rechazar
las del malo. Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros
documentos del Magisterio universal, así como los que han propuesto los
episcopados regionales y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo
detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en algunos aspectos de la
realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación
misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad del
Pueblo de Dios, sea porque inciden también en los sujetos que participan de un
modo más directo en las instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras.
52. La
humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los
adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que
contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la
salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar
que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente
el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento.
El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas,
incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se
apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez
más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca
dignidad. Este cambio de época se ha generado por los enormes saltos
cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo
científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en
distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del
conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas
veces anónimo.
53. Así
como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor
de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y
la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere
de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos
puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire
comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el
poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes
masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un
bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la
cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente
del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la
exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la
que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder,
sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos,
«sobrantes».
54. En
este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que
suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de
mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el
mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una
confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico
y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras
tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida
que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha
desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos
volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no
lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo
fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar
nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no
hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades
nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.
55. Una de
las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos
establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre
nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace
olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación
de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del
antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una
versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de
la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis
mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus
desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación
antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el
consumo.
56.
Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la
mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este
desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de
los mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de
control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura
una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral
e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan
a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de
su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y
una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de
poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo
todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el
medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado,
convertidos en regla absoluta.
57. Tras
esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética
suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente,
demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como
una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En
definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida
que está fuera de las categorías del mercado. Para éstas, si son
absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por
llamar al ser humano a su plena realización y a la independencia de cualquier
tipo de esclavitud. La ética –una ética no ideologizada– permite crear un
equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los
expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las
palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los
propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes
que tenemos, sino suyos».[55]
58. Una
reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud
enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar
este reto con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la
especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa
ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo,
de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos,
promocionarlos. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de
la economía y las finanzas a una ética en favor del ser humano.
59. Hoy en
muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la
exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos
será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres
y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas
formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o
temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o
mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos
ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente
la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la
reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social
y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el
mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y
a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social
por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal
enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de
disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales
injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos
del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo
sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los
mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero
resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente
dañino del tejido social. Así la inequidad genera tarde o temprano una
violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás.
Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como
si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar
soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean
culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con
indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una
«educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer
ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos
países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la
ideología política de los gobernantes.
61.
Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos desafíos que
puedan presentarse.[56] A veces éstos se manifiestan
en verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado
niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más bien
de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la
crisis de las ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que
parezca totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida
social en general. Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere
ser el portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los
ciudadanos deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y
deseos personales.
62. En la
cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo
inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede
el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado
un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias
pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente
debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de
varios continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere
convertir a los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un
engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de
comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de
la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las
prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía
cultural».[57] Igualmente, los Obispos de
Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior se ejercen sobre las
culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son
resultado de una excesiva exposición a los medios de comunicación social […]
Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de
los medios de comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores
tradicionales».[58]
63. La fe
católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la proliferación
de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y
otros que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto es, por una
parte, el resultado de una reacción humana frente a la sociedad materialista,
consumista e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento de las
carencias de la población que vive en las periferias y zonas empobrecidas,
que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca soluciones
inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que se
caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar, dentro del
individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista.
Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo
bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la
existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores en algunas de
nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar
respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros
pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo
pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El
proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo
privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una
creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado
personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una
desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y
la juventud, tan vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de
Estados Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de
normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esta
enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos.
Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está
unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los
individuos. En este punto de vista se percibe a la Iglesia como si promoviera
un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual».[59] Vivimos en una sociedad de la
información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo
nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de
plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria una
educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de
maduración en valores.
65. A
pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos
países -aun donde el cristianismo es minoría- la Iglesia católica es una
institución creíble ante la opinión pública, confiable en lo que respecta al
ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más carenciados. En
repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de
problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la
vida, los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas
y universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero
nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan
menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones
sobre la dignidad humana y el bien común.
66. La
familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y
vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se
vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la
sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a
pertenecer a otros y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El
matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva
que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la
sensibilidad de cada uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la
sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades
circunstanciales de la pareja. Como enseñan los Obispos franceses, no procede
«del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del
compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de vida
total».[60]
67. El
individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que
debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y
que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar
mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión
que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el
mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras
y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de
reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar
lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2).
Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación para la defensa de
derechos y para la consecución de nobles objetivos. Así se manifiesta una sed
de participación de numerosos ciudadanos que quieren ser constructores del
desarrollo social y cultural.
68. El
substrato cristiano de algunos pueblos –sobre todo occidentales– es una
realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más necesitados, una
reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada
de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el
Espíritu Santo. Sería desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no
hay auténticos valores cristianos donde una gran parte de la población ha
recibido el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples
maneras. Allí hay que reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya
que se trata de una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de
pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que
tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más
allá de sus límites, tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes
frente a los embates del secularismo actual. Una cultura popular evangelizada
contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de
una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que
saber reconocer con una mirada agradecida.
69. Es
imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el
Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de acompañar,
cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de otras
tradiciones religiosas o profundamente secularizados se tratará de procurar
nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a
muy largo plazo. No podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un
llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo social necesitan
purificación y maduración. En el caso de las culturas populares de pueblos
católicos, podemos reconocer algunas debilidades que todavía deben ser
sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la violencia
doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o
supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es precisamente la
piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas y liberarlas.
70.
También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad
cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o
en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto
cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental
de la fe, que en realidad no responde a una auténtica «piedad popular».
Algunos promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción social y
la formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener
beneficios económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar
que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión
generacional de la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que
muchos se sienten desencantados y dejan de identificarse con la tradición
católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan
a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas
causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la
influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el
consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de acompañamiento
pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras
instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe
en un escenario religioso plural.
71. La
nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el
destino hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la
revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se
realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada
contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en
sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las
búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y
sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad,
la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no
debe ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos
que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera
imprecisa y difusa.
72. En la
ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por
costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las
relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas
cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas
luchas se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar
también un hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un
diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo,
donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas
culturas continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las que
el cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe
de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas
orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús.
Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado
que hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan
son un lugar privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere imaginar
espacios de oración y de comunión con características novedosas, más
atractivas y significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes
rurales, por la influencia de los medios de comunicación de masas, no están
ajenos a estas transformaciones culturales que también operan cambios
significativos en sus modos de vida.
74. Se
impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios,
con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es
necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas,
alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las
ciudades. No hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las
grandes urbes puede observarse un entramado en el que grupos de personas
comparten las mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se
constituyen en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en
ciudades invisibles. Variadas formas culturales conviven de hecho, pero
ejercen muchas veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia está
llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra parte, aunque hay
ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida
personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los «ciudadanos a
medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una suerte de permanente
ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas
posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno desarrollo
de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En
muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas
donde miles de habitantes reclaman libertad, participación, justicia y
diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no
podrán acallarse por la fuerza.
75. No
podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de
drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de
ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo
tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad,
frecuentemente se convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza
mutua. Las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que
para conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una base para
restaurar la dignidad de la vida humana en esos contextos, porque Jesús
quiere derramar en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el Evangelio es
el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos advertir que un
programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no son aptos
para esta realidad. Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el corazón
de los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en cualquier
ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
76. Siento
una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No
quiero detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos agentes
pastorales, desde los obispos hasta el más sencillo y desconocido de los
servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar acerca de los desafíos
que todos ellos enfrentan en medio de la actual cultura globalizada. Pero
tengo que decir, en primer lugar y como deber de justicia, que el aporte de
la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza
por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no
deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta
gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan
personas esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la
tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos
abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o
se entregan de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la
humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso
ejemplo que me dan tantos cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con
alegría. Ese testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi propio deseo
de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No
obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados de algún modo
por la cultura globalizada actual que, sin dejar de mostrarnos valores y
nuevas posibilidades, también puede limitarnos, condicionarnos e incluso
enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear espacios motivadores y sanadores
para los agentes pastorales, «lugares donde regenerar la propia fe en Jesús
crucificado y resucitado, donde compartir las propias preguntas más profundas
y las preocupaciones cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios
evangélicos sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de
orientar al bien y a la belleza las propias elecciones individuales y
sociales».[62] Al mismo tiempo, quiero
llamar la atención sobre algunas tentaciones que particularmente hoy afectan
a los agentes pastorales.
78. Hoy se
puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas consagradas,
una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de
distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida,
como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida
espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto
alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el
mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes
evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo,
una crisis de identidad y una caída del fervor.
Son tres males que se alimentan entre sí.
79. La
cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una
marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y un cierto desencanto.
Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una
especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su
identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo
vicioso, porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se
sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la
entrega. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión
por ser como todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las
tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos
esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se
desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la
línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso
que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que
determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si
Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si
los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no
existieran. Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas
convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que
los lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de
gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida
por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
81. Cuando
más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos
laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea
apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar
su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir
catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea
durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que
cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las
personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como
si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre
respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y
fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y
quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El
problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las
actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una
espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las
tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un
cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no
aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen en
ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que
buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los
procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos
proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder
el contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral que
lleva a prestar más atención a la organización que a las personas, y entonces
les entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la
acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El
inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no
toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente
fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se
gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de
la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en
realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad».[63] Se desarrolla la psicología
de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo.
Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la
constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se
apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio».[64] Llamados a iluminar y a
comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan
oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por
todo esto me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría
evangelizadora!
84. La
alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22).
Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para
reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para
crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre
derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde
abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es
desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir
el trigo que crece en medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio
Vaticano II, aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos
de optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor confianza
en el Espíritu ni menor generosidad. En ese sentido, podemos volver a
escuchar las palabras del beato Juan XXIII en aquella admirable jornada del
11 de octubre de 1962: «Llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos,
ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente,
carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los
tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos parece justo disentir de
tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos
acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente. En el
presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden
de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por
encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes
superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo
dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de
las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia
de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara
de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía
plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la
mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia
de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos,
y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi
fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co12,9). El triunfo cristiano
es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de
victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El
mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de
tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y
egocéntrica.
86. Es
cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual, fruto
del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen
sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo estéril, y
se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena».[66] En otros países, la
resistencia violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe
casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de
desierto. También la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser
ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero
«precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es
como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital
para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el
valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son
muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo
manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan
sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia
la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza».[67] En todo caso, allí estamos
llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el
cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz
donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos
dejemos robar la esperanza!
87. Hoy,
que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado
desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la
mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los
brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede
convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana
solidaria, en una santa peregrinación. De este modo, las mayores
posibilidades de comunicación se traducirán en más posibilidades de encuentro
y de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo
tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo
para unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo
veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción
egoísta que hagamos.
88. El
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza
permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad
cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al
realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos
quisieran un Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se
pretenden relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados,
por pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras
tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con
el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus
reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La
verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de
la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la
carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la
revolución de la ternura.
89. El
aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una
falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo
religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo
enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que
caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy
se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de
mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un
Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la
Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de
paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la
fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni
dan gloria a Dios.
90. Las
formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado
de la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo
incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios,
Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para
alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En
otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de
«espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la prosperidad»
sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin rostros, que se
reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un
desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de
una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos
comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes
procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente
escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos
profundos y estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit».[68] Es un falso remedio
que enferma el corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer
que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la
actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino,
sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a
Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es
aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos
agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la
fraternidad.[69]
92. Allí
está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que
realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe
descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la
convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor
divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno.
Precisamente en esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32),
los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de
la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a
dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos robar la
comunidad!
93. La
mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e
incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la
gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los
fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a
otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44).
Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp2,21).
Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos
en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la
apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo
parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente más
desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».[71]
94. Esta
mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente
emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el
subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de
razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero
en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón
o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y
prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se
sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una
supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo
narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es
analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la
gracia se gastan las energías en controlar. En los dos casos, ni Jesucristo
ni los demás interesan verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo
antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de
cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta
oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas
pero con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En
algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del
prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una
real inserción en el Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la
historia. Así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en
una posesión de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde
detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en
una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por
las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede
traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en una densa vida
social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones. O bien se despliega
en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y
evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la
Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el sello de Cristo
encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no
sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas
de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una
autocomplacencia egocéntrica.
96. En
este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener
algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que
simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos
con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios
de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es
gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana,
de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa,
porque todo trabajo es «sudor de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos
vanidosos hablando sobre «lo que habría que hacer» –el pecado del
«habriaqueísmo»– como maestros espirituales y sabios pastorales que señalan
desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto
con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel.
97. Quien
ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de
los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los
errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia
del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como
consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente
abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que
evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión
centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una
Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad
asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que
nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una
apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
98. Dentro
del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el
barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos,
también entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos
a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de
poder, prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de
vivir una pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de
«internas». Más que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad,
pertenecen a tal o cual grupo que se siente diferente o especial.
99. El
mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por un difuso
individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra
otros en pos del propio bienestar. En diversos países resurgen
enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los
cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente
un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente.
Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento
mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis
discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn 13,35).
Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en nosotros
[…] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la tentación
de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto!
Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos.
100. A los
que están heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar que
los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que interpretan que
ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los
ideales. Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y
reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele tanto
comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas
consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias,
difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa
de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de
brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?
101.
Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener
esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de
todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige la exhortación
paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien»
(Rm 12,21). Y también: «¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9).
Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados
con alguno. Al menos digamos al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con
aquélla. Yo te pido por él y por ella». Rezar por aquel con el que estamos
irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador.
¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!
102. Los
laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio
está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la
identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso
laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran
fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la
fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del
Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas
partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades
importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares
para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los
mantiene al margen de las decisiones. Si bien se percibe una mayor
participación de muchos en los ministerios laicales, este compromiso no se
refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social,
político y económico. Se limita muchas veces a las tareas intraeclesiales sin
un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la
sociedad. La formación de laicos y la evangelización de los grupos
profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La
Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una
sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más
propias de las mujeres que de los varones. Por ejemplo, la especial atención
femenina hacia los otros, que se expresa de un modo particular, aunque no
exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres
comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen
al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos
aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los
espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el
genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por
ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito
laboral»[72] y en los diversos lugares
donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las
estructuras sociales.
104. Las
reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la
firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la
Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir
superficialmente. El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo
Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en
discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica
demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando
hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función,
no de la dignidad ni de la santidad».[73] El sacerdocio ministerial es
uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran
dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del
sacerdote con Cristo Cabeza –es decir, como fuente capital de la gracia– no
implica una exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las
funciones «no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los
otros».[74] De hecho, una mujer, María,
es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio
ministerial se considere «jerárquica», hay que tener bien presente que «está
ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo
místico de Cristo».[75] Su clave y su eje no son el
poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento
de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al
pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que
podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible
lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos
ámbitos de la Iglesia.
105. La
pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha
sufrido el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras
habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades,
problemáticas y heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia,
comprender sus inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el
lenguaje que ellos comprenden. Por esa misma razón, las propuestas educativas
no producen los frutos esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones
y movimientos predominantemente juveniles pueden interpretarse como una
acción del Espíritu que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas y
búsquedas de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más
concreto. Se hace necesario, sin embargo, ahondar en la participación de
éstos en la pastoral de conjunto de la Iglesia.[76]
106.
Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos:
la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia
de que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto
actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los
jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas
formas de militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la
Iglesia, integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus
propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean
«callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada
plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En
muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor
apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay
vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones
genuinas. Aun en parroquias donde los sacerdotes son poco entregados y
alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el
deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si
esa comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a
proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a
pesar de la escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la
necesidad de una mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se
pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si
éstas se relacionan con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de
poder, glorias humanas o bienestar económico.
108. Como
ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo, pero invito a las
comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a partir de la
conciencia de sus desafíos propios y cercanos. Espero que, cuando lo hagan,
tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la realidad actual los
signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los
ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la
memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente
los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a despertar y
acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la
humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la
nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el
mundo actual.
109. Los
desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría,
la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza
misionera!
110.
Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero
recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque
«no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación
explícita de que Jesús es el Señor», y sin que exista un «primado de
la proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de evangelización».[77] Recogiendo las inquietudes de
los Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir
su destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente
y progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta».[78] Esto vale para todos.
111. La
evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización
es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un
pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que
hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un
pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria
expresión institucional. Propongo detenernos un poco en esta forma de
entender la Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y gratuita
iniciativa de Dios.
112. La
salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones
humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande.
Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79] Él envía su Espíritu a
nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para
volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es
enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por Dios.[80] Ella, a través de sus
acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que
actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que
la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de
Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa
divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores».[81] El principio de la primacía
de la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras
reflexiones sobre la evangelización.
113. Esta
salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos,[82] y Dios ha gestado un camino
para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido
convocarlos como pueblo y no como seres aislados.[83] Nadie se salva solo, esto es,
ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo
en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida
en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la
Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un
grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de
Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros
sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos
que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los
indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace
con gran respeto y amor!
114. Ser
Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del
Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere
decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a
menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den
esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el
lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse
acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del
Evangelio.
115. Este
Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales
tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para
entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo
de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del
modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás
criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la
vida de un pueblo.[84] Cada pueblo, en su devenir
histórico, desarrolla su propia cultura con legítima autonomía.[85]Esto se debe a que la persona
humana «por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social»,[86] y está siempre referida a la
sociedad, donde vive un modo concreto de relacionarse con la realidad. El ser
humano está siempre culturalmente situado: «naturaleza y cultura se hallan
unidas estrechísimamente».[87] La gracia supone la cultura,
y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En
estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han recibido
la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la han
transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge el
anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza
transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos ver en la historia de
la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico
y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas
culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».[88] En los distintos pueblos, que
experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su
genuina catolicidad y muestra «la belleza de este rostro pluriforme».[89] En las manifestaciones
cristianas de un pueblo evangelizado, el Espíritu Santo embellece a la
Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la Revelación y regalándole un nuevo
rostro. En la inculturación, la Iglesia «introduce a los pueblos con sus
culturas en su misma comunidad»,[90] porque «toda cultura propone
valores y formas positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar,
concebir y vivir el Evangelio».[91]Así, «la Iglesia, asumiendo los
valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”,
“la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)».[92]
117. Bien
entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el
Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros
corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la
Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión
y la armonía del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así
como es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo.[93] Él es quien suscita una
múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad
que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La evangelización
reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la
Iglesia. No haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un
cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas
han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al
desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica
con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la
evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han acogido la
predicación cristiana, no es indispensable imponer una determinada forma
cultural, por más bella y antigua que sea, junto con la propuesta del
Evangelio. El mensaje que anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural,
pero a veces en la Iglesia caemos en la vanidosa sacralización de la propia
cultura, con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor
evangelizador.
118. Los
Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión y
una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y
culturas de la región», e instaron «a todos los misioneros a operar en
armonía con los cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la
Iglesia se expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura».[94] No podemos pretender que los
pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los
modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la
historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la
comprensión y de la expresión de una cultura.[95] Es indiscutible que una sola
cultura no agota el misterio de la redención de Cristo.
119. En
todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza
santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es
santo por esta unción que lo hace infalible «in credendo». Esto
significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para
explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación.[96] Como parte de su misterio de
amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de uninstinto
de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a
discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a
los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una
sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el
instrumental adecuado para expresarlas con precisión.
120. En
virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha
convertido en discípulo misionero (cf. Mt28,19). Cada uno de los
bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar
en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados
donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva
evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los
bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada
cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues
si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no
necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede
esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es
misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo
Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos
siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los
primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de
Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41).
La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en
misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer»
(Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con
Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20).
¿A qué esperamos nosotros?
121. Por
supuesto que todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos
al mismo tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un
testimonio más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar
que los demás nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que
debamos postergar la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de
comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos. En
cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio
explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras
imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un
sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él,
entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una
esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Nuestra
imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es un estímulo
constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo. El
testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir como
san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que
continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
122. Del
mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido
inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la
evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y
el protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo
recrea permanentemente, y cada generación le transmite a la siguiente un
sistema de actitudes ante las distintas situaciones existenciales, que ésta
debe reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo
tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece».[97]Cuando en un pueblo se ha
inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también
transmite la fe de maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la
evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios,
al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de
la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes.
Puede decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo».[98] Aquí toma importancia la
piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del
Pueblo de Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el
Espíritu Santo es el agente principal.[99]
123. En la
piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en
una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con
desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al
Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en ese sentido.
Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de Dios que solamente los
pobres y sencillos pueden conocer»[100] y que «hace capaz de
generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la
fe».[101] Más cerca de nuestros días,
Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro
de la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos
latinoamericanos».[102]
124. En
el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el
Espíritu Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En
ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a
través de la piedad popular, los Obispos la llaman también «espiritualidad
popular» o «mística popular».[103] Se trata de una verdadera
«espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos».[104] No está vacía de contenidos,
sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la
razón instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in
Deum que el credere Deum.[105] Es «una manera legítima de
vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser
misioneros»;[106] conlleva la gracia de la
misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los
santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador».[107] ¡No coartemos ni pretendamos
controlar esa fuerza misionera!
125. Para
entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen
Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva
que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los
pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de
esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario
aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de
esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para
pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo
crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas
acciones sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación
de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido
derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
126. En la
piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza
activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la
obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla
para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca
acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y,
para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que
debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva
evangelización.
127. Hoy
que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma
de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de
llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más
cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede
realizar en medio de una conversación y también es la que realiza un misionero
cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de
llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier
lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En
esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un
diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías,
sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que
llenan el corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle
la Palabra, sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo,
pero siempre recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que
se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y
su amistad. Es el anuncio que se comparte con una actitud humilde y
testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese
mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa
de manera más directa, otras veces a través de un testimonio personal, de un
relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda suscitar
en una circunstancia concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones,
es bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración
que se conecte con las inquietudes que la persona ha manifestado. Así,
percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que su situación queda
en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios realmente le
habla a su propia existencia.
129. No
hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con
determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un
contenido absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que
sería imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus
innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo. Por consiguiente, si el
Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a través del
anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en aquellos países
donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a
anunciar el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente
formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en
definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada con categorías
propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa
cultura. Aunque estos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos
paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia,
es posible que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y
no provoquemos avance alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de
procesos históricos con nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de
un estancamiento infecundo de la Iglesia.
130. El
Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con
distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia.[108] No son un patrimonio
cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del
Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es
Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro
de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para
integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el
bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita
arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí
misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del
Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es
donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este
desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo.
131. Las
diferencias entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el
Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y
convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La
diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu
Santo; sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad
y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los
que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en
nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando
somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes
humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no
ayuda a la misión de la Iglesia.
132. El
anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales,
científicas y académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las
ciencias, que procura desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una
original apologética[109] que ayude a crear las
disposiciones para que el Evangelio sea escuchado por todos. Cuando algunas
categorías de la razón y de las ciencias son acogidas en el anuncio del
mensaje, esas mismas categorías se convierten en instrumentos de
evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que, asumido, no
sólo es redimido sino que se vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y
renovar el mundo.
133. Ya
que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a cada persona, y
el Evangelio también se anuncia a las culturas en su conjunto, la teología
–no sólo la teología pastoral– en diálogo con otras ciencias y experiencias
humanas, tiene gran importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta
del Evangelio a la diversidad de contextos culturales y de destinatarios.[110] La Iglesia, empeñada en la
evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por
la investigación teológica, que promueve el diálogo con el mundo de las
culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir este servicio
como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario que, para
tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia
y también de la teología, y no se contenten con una teología de escritorio.
134. Las
Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y desarrollar este
empeño evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas
católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a la
evangelización de la cultura, aun en los países y ciudades donde una
situación adversa nos estimule a usar nuestra creatividad para encontrar los
caminos adecuados.[111]
135.
Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una
seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré particularmente, y
hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son
muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no
podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la
cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho,
sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos
ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al
predicar. Es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una intensa y
feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una
fuente constante de renovación y de crecimiento.
136.
Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción
de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de
que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con
fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor ha querido llegar a
los demás también mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17).
Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente. Venían a
escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45). Se quedaban
maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2). Sentían
que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27).
Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con
él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de
la Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
137. Cabe
recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre
todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de
meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en
el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre
de nuevo las exigencias de la alianza».[112] Hay una valoración
especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a
toda catequesis por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su
pueblo, antes de la comunión sacramental. La homilía es un retomar ese
diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe
reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente
el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado
o no pudo dar fruto.
138. La
homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de
los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la
celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro
del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe
ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase. El predicador puede
ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su
palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía
se prolongara demasiado, afectaría dos características de la celebración
litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se
realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la
ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo
derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación
oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en
la Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del
predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que
el ministro.
139.
Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se
evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el
predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una
madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se
le enseñe será para bien porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe
reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y
aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la
madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y
se valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que
inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo
hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía.
La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo
una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el
modo como tiene que decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en
nuestra lengua materna, así también en la fe nos gusta que se nos hable en
clave de «cultura materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27),
y el corazón se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite
ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este
ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su
pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del
predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus
frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo
aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será
fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo
en el corazón de los hijos.
141. Uno
se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo,
para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente común con enseñanzas
tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el secreto se esconde en esa
mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No
temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el
Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese espíritu. Bendice lleno
de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a
sabios e inteligentes, se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21).
El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le
toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
142. Un
diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el
gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman
por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las
personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente
moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de
exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y
que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la
predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17).
En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata
de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la
belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica
del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante
de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y
posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura
es primero don antes que exigencia.
143. El
desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas
o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La
diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la
misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador
tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el
del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más
la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo
que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan
hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin
intermediarios. Pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y
exprese los sentimientos, de manera tal que después cada uno elija por dónde
sigue su conversación. La palabra es esencialmente mediadora y requiere no
sólo de los dos que dialogan sino de un predicador que la represente como
tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo
Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144.
Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado por la
integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en
el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia.
La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños
el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos –y predilectos en María–, el
otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer
que nuestro pueblo se sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura
pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.
145. La
preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene
dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad
pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de
preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer
obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de
dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos
suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que
deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se
dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente
prolongado, aunque deba darse menos tiempo a otras tareas también
importantes. La confianza en el Espíritu Santo que actúa en la predicación no
es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse
como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que
ha recibido.
146. El
primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la
atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación.
Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto,
ejercita el «culto a la verdad».[113] Es la humildad del corazón
que reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los
dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los
servidores».[114] Esa actitud de humilde y
asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con
sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un
texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo,
interés y dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier
preocupación que nos domine para entrar en otro ámbito de serena atención. No
vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener
resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la
predicación requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa
a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha
querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el
tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu
siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante
todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de
las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece
evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que
estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es muy distinto del que
utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender las palabras, que están
traducidas a nuestra lengua, eso no significa que comprendemos correctamente
cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los diversos
recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras
que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio
de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la
tarea no apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más
importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que
estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este
esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su
discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no
terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el
autor en primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo
reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir.
Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir
errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para
adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser
utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para
motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar
acerca de las últimas noticias.
148. Es
verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un
texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia,
transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la
interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró
sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo
ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la
experiencia vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales,
que nieguen otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa
debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar.
Uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no
poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
149. El
predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con
la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético,
que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón
dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y
sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada
día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en
nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno
olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye
realmente en el anuncio de la Palabra».[116] Como dice san Pablo,
«predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina
nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo este
deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta
se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia
del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo
resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron
así en el corazón del Pastor.
150. Jesús
se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás,
que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan
cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no
quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol
Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos,
sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar,
primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla
carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en
esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha
contemplado».[117] Por todo esto, antes de
preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene
que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una
Palabra viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la
división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los
sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene
un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo
estuvieran viendo».[118]
151. No se
nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento,
que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no
bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad
de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene
siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su
vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un
amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura
sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte,
que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces
sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso,
desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más,
siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni
oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere
usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su
Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del
predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser.
El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los
comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y
conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría
hallar».[119]
152. Hay
una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra
y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo que llamamos «lectio
divina». Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de
oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de
la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para
descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí,
para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a la
propia vida. La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido
literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le
conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se
adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar
algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de
Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de
ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la
presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por
ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres
cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué
esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta
Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?». Cuando uno intenta escuchar al
Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto
o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es comenzar a pensar lo que
el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede
que uno comienza a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje
específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión
demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva
a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero sería
olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y
espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta
plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible.
Simplemente quiere que miremos con sinceridad la propia existencia y la
presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir
creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.
154. El
predicador necesita también poner un oído en el pueblo,para
descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un
contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa
manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras
de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o
cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con
sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea».[120] Se trata de conectar el
mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven,
con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no
responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente
religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer
en los acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que
encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo
que el Señor desea decir en una determinada circunstancia».[122] Entonces, la preparación de
la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento
evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una
llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y
por medio de ella Dios llama al creyente».[123]
155. En
esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna experiencia humana
frecuente, como la alegría de un reencuentro, las desilusiones, el miedo a la
soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la
preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la
sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de
ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se
hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar
interés: para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es
posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en
su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de
fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan
escuchando comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello
se dejan interpelar personalmente.
156.
Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que
decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar
una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran,
pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el
mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer
olvidar la importancia de los métodos y medios de la evangelización».[124]La preocupación por la forma de
predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al
amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra
creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio
exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de
escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de
preparar la predicación en orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume
tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).
157. Sólo
para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden
enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más
necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar
con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo
que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al
entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje
que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta
como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una
imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere
transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del
Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener
«una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya
decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta predicación y sacan fruto
de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada».[125] La sencillez tiene que ver
con el lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los
destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente
sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y
en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los
cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio
lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden
espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder
llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita compartir
la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La sencillez y la
claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy sencillo, pero
la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible por el
desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo.
Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga
unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera
que las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de
lo que les dice.
159. Otra
característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer
sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo
negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para
no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además,
una predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no
nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y
laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen
más atractiva la predicación!
160. El
envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de la fe cuando
indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20).
Así queda claro que el primer anuncio debe provocar también un camino de
formación y de maduración. La evangelización también busca el crecimiento,
que implica tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene
sobre ella. Cada ser humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización
no debería consentir que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir
plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No
sería correcto interpretar este llamado al crecimiento exclusiva o
prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de «observar» lo que
el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto
con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el primero, el más grande,
el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os
améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente
que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última
síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la
exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya
ha cumplido la ley [...] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10).
Así san Pablo, para quien el precepto del amor no sólo resume la ley sino que
constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en
este solo precepto: Amarás a tu prójimo como
a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a sus comunidades la vida
cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga
progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con
todos» (1 Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a
cumplir «la ley realsegún la Escritura: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún precepto.
162. Por
otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido
por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en
el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre regala
gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1
Co 4,7) son la condición de posibilidad de esta santificación
constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de dejarse transformar
en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm 8,5).
163. La
educación y la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos
con varios textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por
la Santa Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979),
el Directorio general para la catequesis (1997) y
otros documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164. Hemos
redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer
anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad
evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es
trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y nos
hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos
comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve
a resonar siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para
salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para
fortalecerte, para liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama
«primero», eso no significa que está al comienzo y después se olvida o se
reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido
cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay
que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a
anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus
etapas y momentos.[126] Por ello también «el
sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente
necesidad de ser evangelizado».[127]
165. No
hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado
en pos de una formación supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más
profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación
cristiana es ante todo la profundización del kerygma que se
va haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea
catequística, y que permite comprender adecuadamente el sentido de cualquier
tema que se desarrolle en la catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo
de infinito que hay en todo corazón humano. La centralidad del kerygma demanda
ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes:
que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y
religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas
notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no
reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que
evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a
acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida
cordial que no condena.
166. Otra
característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas
décadas, es la de una iniciaciónmistagógica,[128] que significa básicamente
dos cosas: la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde
interviene toda la comunidad y una renovada valoración de los signos
litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales y planificaciones
todavía no se han dejado interpelar por la necesidad de una renovación
mistagógica, que podría tomar formas muy diversas de acuerdo con el
discernimiento de cada comunidad educativa. El encuentro catequístico es un
anuncio de la Palabra y está centrado en ella, pero siempre necesita una
adecuada ambientación y una atractiva motivación, el uso de símbolos
elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y la integración
de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y
de respuesta.
167. Es
bueno que toda catequesis preste una especial atención al «camino de la belleza»
(via pulchritudinis).[129] Anunciar a Cristo significa
mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino
también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo
profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones
de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a
encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo
estético,[130] que pueda oscurecer el lazo
inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la
belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la
verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no
amamos sino lo que es bello,[131] el Hijo hecho hombre, revelación
de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos
de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via
pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable
que cada Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea
evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la
vastedad de sus múltiples expresiones actuales, en orden a transmitir la fe
en un nuevo «lenguaje parabólico».[132] Hay que atreverse a
encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la
transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en
diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de
belleza, que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero
que se han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo
que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en
fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el
bien deseable, la propuesta de vida, de madurez, de realización, de
fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra denuncia de los males
que pueden oscurecerla. Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u
oscuros jueces que se ufanan en detectar todo peligro o desviación, es bueno
que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras,
custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al
Evangelio.
169. En
una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada
por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de
curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar,
conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este
mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer
presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal.
La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y
laicos– en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a
quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5).
Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una
mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere
y aliente a madurar en la vida cristiana.
170.
Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y más a
Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen
libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan
existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar
siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes, que giran
siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento
sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente
este encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una
peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más
que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de
acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad
de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar
entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan
disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es
más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del
corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero
encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra
oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a
partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos
de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias
de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor
que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con la paciencia de
quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede
tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes
«a causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten.[133] Es decir, la organicidad de
las virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos
hábitos virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las
personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio».[134] Para llegar a un punto de
madurez, es decir, para que las personas sean capaces de decisiones
verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa
paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de
Dios».
172. El
acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su
vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde
afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a
partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15),
pero sin emitir juicios sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37).
De todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la
pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a
abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el
Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de
expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos
enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para
encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su disposición
para crecer.
173. El
auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en
el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con
Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la
acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en
cada ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5;
cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la vida personal y
para la acción pastoral. Esto se distingue claramente de todo tipo de
acompañamiento intimista, de autorrealización aislada. Los discípulos
misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
174. No
sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la
evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida,
celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la
evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha
de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente
evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea cada vez más el
corazón de toda actividad eclesial».[135] La Palabra de Dios escuchada
y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a
los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en
la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja contraposición entre
Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y eficaz, prepara la
recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra alcanza su máxima
eficacia.
175. El
estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los
creyentes.[136] Es fundamental que la
Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por
transmitir la fe.[137] La evangelización requiere
la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis,
parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y
perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y
comunitaria.[138] Nosotros no buscamos a
tientas ni necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque
realmente «Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha
mostrado».[139] Acojamos el sublime tesoro
de la Palabra revelada.
176.
Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero «ninguna
definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y
dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de
empobrecerla e incluso mutilarla».[140] Ahora quisiera compartir mis
inquietudes acerca de la dimensión social de la evangelización precisamente
porque, si esta dimensión no está debidamente explicitada, siempre se corre
el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión
evangelizadora.
177.
El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el
corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los
otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral
cuyo centro es la caridad.
178.
Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir
que «con ello le confiere una dignidad infinita».[141] Confesar que el Hijo de Dios
asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada
al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos
impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo
ser humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no
redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales
entre los hombres».[142] Confesar que el Espíritu
Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda situación
humana y todos los vínculos sociales: «El Espíritu Santo posee una inventiva
infinita, propia de una mente divina, que provee a desatar los nudos de los
sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables».[143] La evangelización procura
cooperar también con esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de
la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina,
por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del
Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe entre evangelización y
promoción humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda
acción evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse
amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la
vida de la persona y en sus acciones una primera y fundamental reacción:
desear, buscar y cuidar el bien de los demás.
179. Esta
inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y un efectivo
amor fraterno está expresada en algunos textos de las Escrituras que conviene
considerar y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus
consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente nos acostumbramos, lo
repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una real
incidencia en nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué
dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la
cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la
justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente
prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a
uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40).
Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida
con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2); y responde a la
misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará […] Con la medida
con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo que expresan estos
textos es la absoluta prioridad de la «salida de sí hacia el hermano» como
uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral y como el
signo más claro para discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en
respuesta a la donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo «el
servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de
la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia».[144] Así como la Iglesia es
misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza la
caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y
promueve.
180. Leyendo
las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es
sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco
debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos
a algunos individuos necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la
carta», una serie de acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia
conciencia. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43);
se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él logre
reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de
justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la
experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales. Buscamos su
Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás
vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de Jesús es
instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad que
está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El
Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos recuerda
aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al
verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre».[145] Sabemos que «la
evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación
recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la
vida concreta, personal y social del hombre».[146] Se trata del criterio de universalidad, propio
de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los hombres se
salven y su plan de salvación consiste en «recapitular todas las cosas, las
del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,10).
El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena Noticia a toda la
creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación espera ansiosamente
esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación
quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de manera que «la
misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación
universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la
existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos
los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño»[147]. La verdadera esperanza
cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia.
182. Las
enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes están sujetas a
mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero no
podemos evitar ser concretos –sin pretender entrar en detalles– para que los
grandes principios sociales no se queden en meras generalidades que no
interpelan a nadie. Hace falta sacar sus consecuencias prácticas para que
«puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales».[148]Los Pastores, acogiendo los
aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre
todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea
evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Ya
no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que
está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la
felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la
plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1
Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De
ahí que la conversión cristiana exija revisar «especialmente todo lo que
pertenece al orden social y a la obtención del bien común».[149]
183. Por
consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad
secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional,
sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin
opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién
pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de
Asís y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una
auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un
profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo
mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta
donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos
sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y
fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien
«el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la
política», la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la
justicia».[150] Todos los cristianos,
también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un
mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es
ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese
sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de
Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya llevan
a cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto
en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».[151]
184. No es
el momento para desarrollar aquí todas las graves cuestiones sociales que
afectan al mundo actual, algunas de las cuales comenté en el capítulo
segundo. Éste no es un documento social, y para reflexionar acerca de esos
diversos temas tenemos un instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia, cuyo uso
y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la Iglesia tienen el
monopolio en la interpretación de la realidad social o en la propuesta de
soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí lo que
lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas, nos es
difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con
valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco nuestra misión.
Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación
propia de su país».[152]
185. A
continuación procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones que me parecen
fundamentales en este momento de la historia. Las desarrollaré con bastante
amplitud porque considero que determinarán el futuro de la humanidad. Se
trata, en primer lugar, de la inclusión social de los pobres y, luego, de la
paz y el diálogo social.
186. De
nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos,
brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la
sociedad.
187. Cada
cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la
liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse
plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para
escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta recorrer las Escrituras para
descubrir cómo el Padre bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He
visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus
opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues,
ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10), y se muestra solícito con sus
necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al Señor y Él les suscitó un
libertador» (Jc3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros
somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la
voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor
contra ti y tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta
de solidaridad en sus necesidades afecta directamente a nuestra relación con
Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación»
(Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee
bienes del mundo ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus
entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17).
Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la
figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron
vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los
segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La
Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor brota de la
misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se
trata de una misión reservada sólo a algunos: «La Iglesia, guiada por el
Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el
clamor por la justicia y quiere responder a él con todas sus
fuerzas».[153]En este marco se comprende el
pedido de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37),
lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales
de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los
gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy
concretas que encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco desgastada y
a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que algunos actos esporádicos
de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de
comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los
bienes por parte de algunos.
189. La
solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de
la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores
a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para
cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo
cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo
que le corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se
hacen carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las
vuelven posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones
y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se
vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.
190.
A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los
pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el
respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los
pueblos».[154] Lamentablemente, aun los
derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa
exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más
ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que
recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la
humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores
recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor
dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos
de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de
los demás».[155] Para hablar adecuadamente de
nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al
clamor de otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos
crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser
por sí mismos artífices de su destino»,[156] así como «cada hombre está
llamado a desarrollarse».[157]
191. En
cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus Pastores, están
llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan bien expresaron los
Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías y esperanzas, las
angustias y tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones
de las periferias urbanas y de las zonas rurales –sin tierra, sin techo, sin
pan, sin salud– lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando
sus clamores y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber
que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala
distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la
práctica generalizada del desperdicio».[158]
192. Pero
queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No hablamos sólo de
asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento», sino de que tengan
«prosperidad sin exceptuar bien alguno».[159] Esto implica educación,
acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo
libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y
acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso
adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común.
193. El
imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros
cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas
enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con
fuerza en la vida de la Iglesia. El Evangelio proclama: «Felices los
misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El
Apóstol Santiago enseña que la misericordia con los demás nos permite salir
triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como corresponde a quienes
serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá un juicio sin
misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia triunfa en el
juicio» (2,12-13). En este texto, Santiago se muestra como heredero de lo más
rico de la espiritualidad judía del postexilio, que atribuía a la
misericordia un especial valor salvífico: «Rompe tus pecados con obras de
justicia, y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu
ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la literatura
sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la misericordia con
los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado» (Tb 12,9).
Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego
llameante, la limosna perdona los pecados» (3,30). La misma síntesis aparece
recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por otros,
porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8).
Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y
ejerció una resistencia profética contracultural ante el individualismo
hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro de
incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo modo, si
de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, una vez
que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos
de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar
el incendio».[160]
194. Es un
mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna
hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la
Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su sentido
exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para
qué complicar lo que es tan simple? Los aparatos conceptuales están para
favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no para
alejarnos de ella. Esto vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas que
invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al servicio humilde y
generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó
este camino de reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos.
¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos sólo por no caer
en errores doctrinales, sino también por ser fieles a este camino luminoso de
vida y de sabiduría. Porque «a los defensores de «la ortodoxia» se dirige a
veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables
respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes políticos
que las mantienen».[161]
195.
Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si
corría o había corrido en vano» (Ga2,2), el criterio clave de
autenticidad que le indicaron fue que no se olvidara de los pobres (cf. Ga 2,10).
Este gran criterio, para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar
por el estilo de vida individualista de los paganos, tiene una gran
actualidad en el contexto presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo
paganismo individualista. La belleza misma del Evangelio no siempre puede ser
adecuadamente manifestada por nosotros, pero hay un signo que no debe faltar
jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y
desecha.
196.
A veces somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos
entretenemos, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de
distracción que ofrece esta sociedad. Así se produce una especie de
alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada una sociedad que, en
sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más
difícil la realización de esta donación y la formación de esa solidaridad
interhumana».[162]
197. El
corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta
Él mismo «se hizo pobre» (2 Co8,9). Todo el camino de nuestra redención
está signado por los pobres. Esta salvación vino a nosotros a través del «sí» de
una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran
imperio. El Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los
hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones,
la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7);
creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para
ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de
desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio
a los pobres» (Lc 4,18). A los que estaban cargados de dolor,
agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su
corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os
pertenece!» (Lc 6,20); con ellos se identificó: «Tuve hambre y me
disteis de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del
cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para
la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que
cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera
misericordia».[163] Esta preferencia divina
tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a
tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5).
Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida
como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana,
de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia».[164] Esta opción –enseñaba
Benedicto XVI– «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha
hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza».[165] Por eso quiero una Iglesia
pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de
participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen
al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por
ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza
salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia.
Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en
sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y
a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de
ellos.
199.
Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de
promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un desborde
activista, sino ante todo una atención puesta en el otro
«considerándolo como uno consigo».[166] Esta atención amante es el
inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual
deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre en su
bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe.
El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por
necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia:
«Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé
algo gratis».[167] El pobre, cuando es amado,
«es estimado como de alto valor»,[168] y esto diferencia la
auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento
de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos.
Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en
su camino de liberación. Únicamente esto hará posible que «los pobres, en
cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería este estilo
la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?».[169] Sin la opción preferencial
por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad,
corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al
que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día».[170]
200.
Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica
quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es
la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una
especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles
su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la
propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción
preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención
religiosa privilegiada y prioritaria.
201. Nadie
debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida
implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente
en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales.
Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los
fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para
que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio,[171]nadie puede sentirse exceptuado de
la preocupación por los pobres y por la justicia social: «La conversión
espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la
justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son
requeridos a todos».[172] Temo que también estas
palabras sólo sean objeto de algunos comentarios sin una verdadera incidencia
práctica. No obstante, confío en la apertura y las buenas disposiciones de
los cristianos, y os pido que busquéis comunitariamente nuevos caminos para
acoger esta renovada propuesta.
202. La
necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede
esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de
ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil
e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes
asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como
respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de
los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la
especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad,[173] no se resolverán los
problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de
los males sociales.
203. La dignidad
de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían
estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices
agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni
programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto
molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se
hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los
bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que
se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que
exige un compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se
vuelven objeto de un manoseo oportunista que las deshonra. La cómoda
indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de
todo significado. La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre
que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite
servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver
más accesibles para todos los bienes de este mundo.
204. Ya no
podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El
crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo
supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente
orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de
trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero
asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la
economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando
se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando
así nuevos excluidos.
205. ¡Pido
a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico
diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la
apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una
altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque
busca el bien común.[174]Tenemos que convencernos de que la
caridad «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las
amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las
macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas».[175] ¡Ruego al Señor que nos
regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la
vida de los pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes
financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren que
haya trabajo digno, educación y cuidado de la salud para todos los
ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes? Estoy
convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse
una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía
absoluta entre la economía y el bien común social.
206. La
economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una
adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto
económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el
todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad
común. De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales
para las enormes contradicciones globales, por lo cual la política local se
satura de problemas a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana
economía mundial, hace falta en estos momentos de la historia un modo más
eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones,
asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207.
Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir
tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los
pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo
de la disolución, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos.
Fácilmente terminará sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con
prácticas religiosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si
alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con
afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal
o ideología política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor.
Sólo me interesa procurar que aquellos que están esclavizados por una
mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas
cadenas indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano,
más noble, más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
209.
Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se
identifica especialmente con los más pequeños (cf. Mt 25,40).
Esto nos recuerda que todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los
más frágiles de la tierra. Pero en el vigente modelo «exitista» y
«privatista» no parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o
menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es
indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y
fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso
aparentemente no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo,
los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos
cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío
particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de
todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar
de temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas
síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la
desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa
integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que,
aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan,
relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!
211.
Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas
de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios
preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9).
¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día en
el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que utilizas
para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a escondidas porque no ha
sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad.
¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado este crimen
mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la
complicidad cómoda y muda.
212.
Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión,
maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores
posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas
encontramos constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en
la defensa y el cuidado de la fragilidad de sus familias.
213. Entre
esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también
los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a
quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos
lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que
nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la
defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura
como algo ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa
de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier
derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado
e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un
fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta
convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los
derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias
circunstanciales de los poderosos de turno. La sola razón es suficiente para
reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si además la
miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano
grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del
hombre».[176]
214.
Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de
nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la
Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente
honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas reformas o
«modernizaciones». No es progresista pretender resolver los problemas
eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho poco para
acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy
duras, donde el aborto se les presenta como una rápida solución a sus
profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha
surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza.
¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?
215. Hay
otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los
intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la
creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de
las demás criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan
estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es
como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una
especie como si fuera una mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden
signos de destrucción y de muerte que afecten nuestra vida y la de las
futuras generaciones.[177] En este sentido, hago propio
el bello y profético lamento que hace varios años expresaron los Obispos de
Filipinas: «Una increíble variedad de insectos vivían en el bosque y estaban
ocupados con todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban por el aire, sus
plumas brillantes y sus diferentes cantos añadían color y melodía al verde de
los bosques [...] Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas
especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en un páramo
[...] Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos de marrón
chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva de la
tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces en alcantarillas
como el río Pasig y tantos otros ríos que hemos contaminado? ¿Quién ha
convertido el maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos despojados
de vida y de color?».[178]
216.
Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos
los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo
en que vivimos.
217. Hemos
hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios
menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La
paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de
violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También
sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una
organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera
que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de
vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las
reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del
ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden
ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una
efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el
bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren
renunciar a sus privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria
una voz profética.
219. La
paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre
precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de
un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los
hombres».[179] En definitiva, una paz que
no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y
siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.
220. En
cada nación, los habitantes desarrollan la dimensión social de sus vidas
configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un pueblo, no como
masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que «el ser ciudadano
fiel es una virtud y la participación en la vida política es una obligación
moral».[180] Pero convertirse enpueblo es
todavía más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación
se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y
aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una
pluriforme armonía.
221. Para
avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay
cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda
realidad social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la
Iglesia, los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de
referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales».[181] A la luz de ellos, quiero
proponer ahora estos cuatro principios que orientan específicamente el
desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las
diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la convicción de
que su aplicación puede ser un genuino camino hacia la paz dentro de cada
nación y en el mundo entero.
222. Hay
una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la
voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante.
El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como
expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite
que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la
coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía
que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer
principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior
al espacio.
223. Este
principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.
Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los
cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a
asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno
de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica
consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los
procesos. Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo
resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios
de poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender
detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos
más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y
los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin
caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan
dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que
las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos
históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.
224.
A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan
realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener
resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y
efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La historia los juzgará
quizás con aquel criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón
para valorar con acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla
en ella y alcanza una auténtica razón de ser la plenitud de la
existencia humana, de acuerdo con el carácter peculiar y lasposibilidades de
dicha época».[182]
225. Este
criterio también es muy propio de la evangelización, que requiere tener
presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el camino largo. El
Señor mismo en su vida mortal dio a entender muchas veces a sus discípulos
que había cosas que no podían comprender todavía y que era necesario esperar
al Espíritu Santo (cf. Jn 16,12-13). La parábola del trigo y
la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto importante de
la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo puede ocupar el
espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido por la bondad
del trigo que se manifiesta con el tiempo.
226. El
conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si
quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y
la realidad misma queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura
conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad.
227. Ante
el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada
pasara, se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de
tal manera en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes,
proyectan en las instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y
así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más
adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto,
resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los
que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De
este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que
sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la
superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por
eso hace falta postular un principio que es indispensable para construir la
amistad social: la unidad es superior al conflicto. La solidaridad, entendida
en su sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la
historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los
opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es
apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la
resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas
de las polaridades en pugna.
229. Este
criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y
tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y
sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz.
Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio evangélico comienza
siempre con el saludo de paz, y la paz corona y cohesiona en cada momento las
relaciones entre los discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido
al mundo y a su conflictividad permanente «haciendo la paz mediante la sangre
de su cruz» (Col 1,20). Pero si vamos al fondo de estos textos
bíblicos, tenemos que llegar a descubrir que el primer ámbito donde estamos
llamados a lograr esta pacificación en las diferencias es la propia
interioridad, la propia vida siempre amenazada por la dispersión dialéctica.[183] Con corazones rotos en miles
de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social.
230. El
anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la
unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier
conflicto en una nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando
acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar
una especie de pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada»,
como bien enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias
es una riqueza [...] Sólo con la unidad, con la conversión de los corazones y
con la reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país».[184]
231.
Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad
simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un
diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad.
Es peligroso vivir en el reino de la sola palabra, de la imagen, del sofisma.
De ahí que haya que postular un tercer principio: la realidad es superior a
la idea. Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los
purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas,
los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los
eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La
idea –las elaboraciones conceptuales– está en función de la captación, la
comprensión y la conducción de la realidad. La idea desconectada de la
realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo
clasifican o definen, pero no convocan. Lo que convoca es la realidad
iluminada por el razonamiento. Hay que pasar del nominalismo formal a la
objetividad armoniosa. De otro modo, se manipula la verdad, así como se
suplanta la gimnasia por la cosmética.[185] Hay políticos –e incluso
dirigentes religiosos– que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y
no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea
porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la
fe a la retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una
racionalidad ajena a la gente.
233. La
realidad es superior a la idea. Este criterio hace a la encarnación de la
Palabra y a su puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios:
todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1
Jn4,2). El criterio de realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre
buscando encarnarse, es esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado,
a valorar la historia de la Iglesia como historia de salvación, a recordar a
nuestros santos que inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos,
a recoger la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar
un pensamiento desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el
Evangelio. Por otro lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la
Palabra, a realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea
fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es
edificar sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y
gnosticismos que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo.
234. Entre
la globalización y la localización también se produce una tensión. Hace falta
prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al
mismo tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con
los pies sobre la tierra. Las dos cosas unidas impiden caer en alguno de estos
dos extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y
globalizante, miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos
artificiales del mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos
programados; otro, que se conviertan en un museo folklórico de ermitaños
localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse
interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de
sus límites.
235. El
todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces,
no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos
beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es
necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio
lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero
con una perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su
peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente
una comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su
propio desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la parcialidad
aislada que esteriliza.
236. El
modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es
equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es
el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él
conservan su originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción política
procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno. Allí entran los pobres
con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas
que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no
debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal,
conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una
sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.
237.
A los cristianos, este principio nos habla también de la totalidad o
integridad del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a predicar.
Su riqueza plena incorpora a los académicos y a los obreros, a los
empresarios y a los artistas, a todos. La mística popular acoge a su modo el
Evangelio entero, y lo encarna en expresiones de oración, de fraternidad, de
justicia, de lucha y de fiesta. La Buena Noticia es la alegría de un Padre
que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos. Así brota la alegría
en el Buen Pastor que encuentra la oveja perdida y la reintegra a su rebaño.
El Evangelio es levadura que fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo
alto del monte iluminando a todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio
de totalidad que le es inherente: no termina de ser Buena Noticia hasta que
no es anunciado a todos, hasta que no fecunda y sana todas las dimensiones
del hombre, y hasta que no integra a todos los hombres en la mesa del Reino.
El todo es superior a la parte.
238. La
evangelización también implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este
tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar
presente, para cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser
humano y procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad
–que incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias– y con otros
creyentes que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos «la
Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe»,[186] aporta su experiencia de dos
mil años y conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los
seres humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un
significado que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a
ampliar sus perspectivas.
239. La
Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está
abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e
internacionales para cuidar este bien universal tan grande. Al anunciar a
Jesucristo, que es la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva
evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y
testimonio creíble de una vida reconciliada.[187] Es hora de saber cómo
diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la
búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por
una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto
histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una
fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para
unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un
sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto
social y cultural.
240. Al
Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad.[188] Sobre la base de los
principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo
político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que no
puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este
papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el
diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para
todas las cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas
sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la
persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los
valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir convicciones
que luego puedan traducirse en acciones políticas.
242. El
diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que
pacifica.[189] El cientismo y el
positivismo se rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento
diversas de las propias de las ciencias positivas».[190] La Iglesia propone otro
camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de las metodologías
propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la filosofía, la
teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el misterio que
trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le tiene miedo a
la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «la luz de la razón
y la de la fe provienen ambas de Dios»,[191] y no pueden contradecirse
entre sí. La evangelización está atenta a los avances científicos para
iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, en orden a procurar que
respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona humana en
todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida
gracias a este diálogo que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las
posibilidades de la razón. También éste es un camino de armonía y de pacificación.
243. La
Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al
contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que
Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias,
manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto específico, vuelve
evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la
contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión científica
que les agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente comprobada,
adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos científicos
van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan con
afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En ese
caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología que
cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero.
244. El
empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide «que todos
sean uno» (Jn 17,21). La credibilidad del anuncio cristiano sería
mucho mayor si los cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara
«la plenitud de catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que,
incorporados a ella ciertamente por el Bautismo, están, sin embargo,
separados de su plena comunión».[192] Tenemos que recordar siempre
que somos peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso hay que confiar el
corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante
todo lo que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro
es algo artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que
trabajan por la paz!» (Mt 5,9). En este empeño, también entre
nosotros, se cumple la antigua profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is 2,4).
245. Bajo
esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad de la familia humana. La
presencia en el Sínodo del Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé
I, y del Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un
verdadero don de Dios y un precioso testimonio cristiano.[193]
246. Dada
la gravedad del antitestimonio de la división entre cristianos,
particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos de unidad se
vuelve urgente. Los misioneros en esos continentes mencionan reiteradamente
las críticas, quejas y burlas que reciben debido al escándalo de los
cristianos divididos. Si nos concentramos en las convicciones que nos unen y recordamos
el principio de la jerarquía de verdades, podremos caminar decididamente
hacia expresiones comunes de anuncio, de servicio y de testimonio. La inmensa
multitud que no ha acogido el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos
indiferentes. Por lo tanto, el empeño por una unidad que facilite la acogida
de Jesucristo deja de ser mera diplomacia o cumplimiento forzado, para
convertirse en un camino ineludible de la evangelización. Los signos de
división entre los cristianos en países que ya están destrozados por la
violencia agregan más motivos de conflicto por parte de quienes deberíamos
ser un atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que
nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa acción del Espíritu,
¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata sólo de recibir
información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el
Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros. Sólo para
dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos, los católicos
tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de la
colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de
un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad
y al bien.
247. Una
mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás ha
sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
La Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas
Escrituras, considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz sagrada
de la propia identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los
cristianos no podemos considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni
incluimos a los judíos entre aquellos llamados a dejar los ídolos para
convertirse al verdadero Dios (cf. 1 Ts 1,9). Creemos junto
con ellos en el único Dios que actúa en la historia, y acogemos con ellos la
común Palabra revelada.
248. El
diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la vida de los
discípulos de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a lamentar
sincera y amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y son
objeto, particularmente aquellas que involucran o involucraron a cristianos.
249. Dios
sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca tesoros de
sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso, la
Iglesia también se enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien
algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la
Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una
rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia
hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así
como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la
justicia y el desarrollo de los pueblos.
250. Una
actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo
con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios
obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas
partes. Este diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en
el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras
comunidades religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación
sobre la vida humana o simplemente, como proponen los Obispos de la
India, «estar abiertos a ellos, compartiendo sus alegrías y penas».[194] Así aprendemos a
aceptar a los otros en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse.
De esta forma, podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y la
paz, que deberá convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un
diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más
allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas
condiciones sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico pueden
convertirse en un proceso en el que, a través de la escucha del otro, ambas
partes encuentren purificación y enriquecimiento. Por lo tanto, estos
esfuerzos también pueden tener el significado del amor a la verdad.
251. En
este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo
esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a
intensificar las relaciones con los no cristianos.[195] Un sincretismo conciliador
sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar
prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños.
La verdadera apertura implica mantenerse firme en las propias convicciones
más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las
del otro» y «sabiendo que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».[196] No nos sirve una apertura
diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un
modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don
para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso,
lejos de oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente.[197]
252. En
esta época adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam,
hoy particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana donde
pueden celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca
hay que olvidar que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran
con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el
día final».[198] Los escritos sagrados del
Islam conservan parte de las enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son
objeto de profunda veneración y es admirable ver cómo jóvenes y ancianos,
mujeres y varones del Islam son capaces de dedicar tiempo diariamente a la
oración y de participar fielmente de sus ritos religiosos. Al mismo tiempo,
muchos de ellos tienen una profunda convicción de que la propia vida, en su
totalidad, es de Dios y para Él. También reconocen la necesidad de
responderle con un compromiso ético y con la misericordia hacia los más
pobres.
253. Para
sostener el diálogo con el Islam es indispensable la adecuada formación de
los interlocutores, no sólo para que estén sólida y gozosamente radicados en
su propia identidad, sino para que sean capaces de reconocer los valores de
los demás, de comprender las inquietudes que subyacen a sus reclamos y de
sacar a luz las convicciones comunes. Los cristianos deberíamos acoger con
afecto y respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países,
del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los
países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que
den libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe,
teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del Islam gozan en los
países occidentales! Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos
inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos
a evitar odiosas generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada
interpretación del Corán se oponen a toda violencia.
254. Los
no cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia,
pueden vivir «justificados mediante la gracia de Dios»,[199] y así «asociados al misterio
pascual de Jesucristo».[200] Pero, debido a la dimensión
sacramental de la gracia santificante, la acción divina en ellos tiende a
producir signos, ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a
una experiencia comunitaria de camino hacia Dios.[201] No tienen el sentido y la
eficacia de los Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces
que el mismo Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del
inmanentismo ateo o de experiencias religiosas meramente individuales. El
mismo Espíritu suscita en todas partes diversas formas de sabiduría práctica
que ayudan a sobrellevar las penurias de la existencia y a vivir con más paz
y armonía. Los cristianos también podemos aprovechar esa riqueza consolidada
a lo largo de los siglos, que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias
convicciones.
255. Los
Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la libertad
religiosa, considerada como un derecho humano fundamental.[202] Incluye «la libertad de
elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la
propia creencia».[203]Un sano pluralismo, que de verdad
respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una
privatización de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio
y la oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto
cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de
una nueva forma de discriminación y de autoritarismo. El debido respeto a las
minorías de agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario
que silencie las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de
las tradiciones religiosas. Eso a la larga fomentaría más el resentimiento
que la tolerancia y la paz.
256.
A la hora de preguntarse por la incidencia pública de la religión, hay
que distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales como las
notas periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco académicas
generalizaciones cuando hablan de los defectos de las religiones y muchas
veces no son capaces de distinguir que no todos los creyentes –ni todas las
autoridades religiosas– son iguales. Algunos políticos aprovechan esta
confusión para justificar acciones discriminatorias. Otras veces se
desprecian los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción
creyente, olvidando que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un
significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora que abre
siempre nuevos horizontes, estimula el pensamiento, amplía la mente y la
sensibilidad. Son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos.
¿Es razonable y culto relegarlos a la oscuridad, sólo por haber surgido en el
contexto de una creencia religiosa? Incluyen principios profundamente
humanistas que tienen un valor racional aunque estén teñidos por símbolos y
doctrinas religiosas.
257. Los creyentes
nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna
tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza,
que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los
percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad
humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en
la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados
nuevos Areópagos, como el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes
y no creyentes pueden dialogar sobre los temas fundamentales de la ética, del
arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda de la trascendencia».[204] Éste también es un camino de
paz para nuestro mundo herido.
258. A
partir de algunos temas sociales, importantes en orden al futuro de la
humanidad, procuré explicitar una vez más la ineludible dimensión social del
anuncio del Evangelio, para alentar a todos los cristianos a manifestarla
siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
259.
Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin
temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir
de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las
grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El
Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del
Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y
lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la
oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el
anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que
anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida
que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En
este último capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana,
ni desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la
celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos
magisteriales y célebres escritos de grandes autores. No pretendo reemplazar
ni superar tanta riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca
del espíritu de la nueva evangelización.
261.
Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles
interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal
y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un
conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se
tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las propias inclinaciones y
deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa
evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el
fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si
no arde en los corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una
evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que
Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de proponeros algunas
motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más al Espíritu
Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en
una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.
262.
Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y
trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las
propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los
discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que
transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo
llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque
mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que
otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad.[205] Sin momentos detenidos de
adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el
Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el
cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita
imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se
multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de
intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la
Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de una
espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las
exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206] Existe el riesgo de que algunos
momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la
misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los
cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es
sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de
la historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables
en el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se
consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las
circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del
Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad
humana. En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad
humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en
definitiva, la concupiscencia que nos acecha a todos. Eso está siempre, con
un ropaje o con otro; viene del límite humano más que de las circunstancias.
Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de
los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su
época. Para ello, os propongo que nos detengamos a recuperar algunas
motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy.[207]
264. La
primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido,
esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más.
Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de
comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a
cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos
abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante
Él con el corazón abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa
mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le
dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48).
¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante del
Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que
Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva!
Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es
lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse
a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus
páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza
nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un
espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que
somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida
nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda
la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia,
su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es
precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo,
se convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo
reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a
anunciar» (Hch 17,23). A veces perdemos el entusiasmo por la
misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más
profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo
que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando
se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del
Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los
corazones: «El misionero está convencido de que existe ya en las personas y
en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea
inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el
camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por
anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza».[208]
El
entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro
de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede
manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser
humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda
porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra
tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor.
266. Pero
esa convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente
renovada, de gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una
evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia,
de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo
caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que
ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en
Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su
Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con
Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido
a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser
discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él,
trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera.
Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega
misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que
transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida,
entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.
267.
Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En
definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre, vivimos y actuamos «para
alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos
entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier
otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el más grande,
la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la gloria del Padre
que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz
con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos
misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre
consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que
nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites
pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones,
evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama.
268. La Palabra
de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en
otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10).
Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto
espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir
que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús
pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante
Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene,
pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de
Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo.
Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada
vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía
al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta
pertenencia.
269. Jesús
mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el
corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba
con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo
miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca
al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y cuando come y bebe
con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo
traten de comilón y borracho (cf. Mt11,19). Lo vemos disponible
cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50)
o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La
entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que
marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a
fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus
inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus
necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que
lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo
con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino
como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270.
A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente
distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria
humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos
a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten
mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de
verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos
la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica
maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la
experiencia de pertenecer a un pueblo.
271. Es
verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de
nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos
advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16),
y «en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los
hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a tratar de vencer
«el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de hacer el bien»
(Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino
«considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3).
De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo»
(Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos
quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo.
Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles;
son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes
que no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza interpelante.
Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios. De ese modo,
experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel a
Dios tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.
272. El
amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con
Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas»
(1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y
«no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que
«cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo
la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y
nos da la fuerza para vivir y actuar».[210] Por lo tanto, cuando vivimos
la mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro
interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos
encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir
algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al
otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de
esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser
misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre
horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del
Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales limitados.
Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un
manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede ser misionero
alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la
felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad,
porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno
no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir,
si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un
lento suicidio.
273. La
misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que
me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo
que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yosoy una
misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que
reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar,
bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de
alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han decidido a fondo
ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la tarea por una parte
y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente
buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser
pueblo.
274. Para
compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos
reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su
aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por
las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura
suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es
objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida.
Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de
toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro
cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a
vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel
de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se
nos llena de rostros y de nombres!
275. En el
capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda
que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas
personas no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y
entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a
privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún resultado
importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud
es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la
flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud
autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida,
condenada a la insignificancia, se volvería insoportable».[211] Si pensamos que las cosas no
van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la
muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo,
«si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1
Co 15,14). El Evangelio nos relata que cuando los
primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor colaboraba con ellos y
confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también sucede hoy. Se nos
invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y glorioso es la fuente
profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la
misión que nos encomienda.
276. Su
resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha
penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven
a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que
muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades,
indiferencias y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio
de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano
produce un fruto. En un campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e
invencible. Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a
brotar y a difundirse. Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita
transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores tienden
siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido
muchas veces de lo que parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la
resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo.
277.
También aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso,
las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a
veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son
reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin
embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los
brazos que cuando los baja definitivamente dominado por un descontento
crónico, por una acedia que le seca el alma. Puede suceder que el corazón se
canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo
sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no
baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el
Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda
sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe
es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es
capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del
mal con su poder y con su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso
en la historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los
fieles» (Ap 17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino
de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de
diversas maneras: como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en
un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura,
que fermenta una gran masa (cf. Mt 13,33), y como la buena
semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30), y
siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por
florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque
la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia,
porque Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa
marcha de la esperanza viva!
279. Como
no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la
convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido
de misterio». Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a
Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal
fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser
contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender
saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde
ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus
preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a
Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa
paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces
nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión
no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización
humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a
nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar
del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere,
cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero sin pretender ver
resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega es necesaria.
Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la
entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que
sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para
mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida confianza en el
Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26).
Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos
invocarlo constantemente. Él puede sanar todo lo que nos debilita en el
empeño misionero. Es verdad que esta confianza en lo invisible puede
producirnos cierto vértigo: es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué
vamos a encontrar. Yo mismo lo experimenté tantas veces. Pero no hay mayor
libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y
controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos
impulse hacia donde Él quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y
en cada momento. ¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!
281. Hay
una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega
evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión.
Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo,
para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena de seres humanos:
«En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros [...]
porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así
descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación,
porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.
282. Esta
actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante
todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm 1,8).
Es un agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por
todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo
Jesús» (1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las
veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada
incrédula, negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de profunda
fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al mismo tiempo, es la
gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a los demás. De esa
forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto
más generoso, se ha liberado de la conciencia aislada y está deseoso de hacer
el bien y de compartir la vida con los demás.
283. Los
grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión
es como «levadura» en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y
descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las
cambian. Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión,
pero en realidad Él siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con
nuestra intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con
mayor nitidez en el pueblo.
284. Con
el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a los
discípulos para invocarlo (Hch1,14), y así hizo posible la explosión
misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia
evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva
evangelización.
285. En la
cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado
del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora
presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por
consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu
madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la
muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino
que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una
especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra.
Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28).
Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva
a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y
el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al
Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo
engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que
guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17).
La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de
diversas maneras, engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el
beato Isaac de Stella: «En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se
entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular
de la Virgen María […] También se puede decir que cada alma fiel es esposa
del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda
[…] Cristo permaneció nueve meses en el seno de María; permanecerá en el
tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos; y en
el conocimiento y en el amor del alma fiel por los siglos de los siglos».[212]
286. María
es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con
unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre
que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no
falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada,
que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza
para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia.
Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida,
abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera
madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente
la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas advocaciones
marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias de
cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su
identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el Bautismo para sus
hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la acción
maternal de María que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los
santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los
hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por
ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y
cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su
consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy
yo aquí, que soy tu Madre?».[213]
287. A la
Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta
invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad
eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe,[214] y «su excepcional
peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la
Iglesia».[215] Ella se dejó conducir por el
Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad.
Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos
el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en
agentes evangelizadores.[216] En esta peregrinación
evangelizadora no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta
fatiga, como la que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús
crecía: «Éste es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva.
No es difícil notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a
una especie de “noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la
Cruz–, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y
vivir en intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos
años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su
itinerario de fe».[217]
288. Hay
un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada
vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y
del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los
débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse
importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque
«derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53)
es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también
la que conserva cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes
acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es
contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida
cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en
Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su
pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta
dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es
lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que
con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa
para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento
de un mundo nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos
llena de inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas
las cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos confiados hacia esta
promesa, y le decimos:
Virgen y
Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena
de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos
ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen
de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella
de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del
Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el 24 de noviembre,
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013, primero de mi
Pontificado.
FRANCISCUS
[2] Ibíd., 8: AAS 67
(1975), 292.
[4] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 360.
[7] Cántico espiritual, 36, 10.
[8] Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083: «Omnem
novitatem attulit, semetipsum afferens».
[15] Ibíd., 40: AAS 83
(1991), 287.
[16] Ibíd., 86: AAS 83
(1991), 333.
[17] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 548.
[21] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 201.
[34] Cf. cc. 460-468; 492-502; 511-514; 536-537.
[37] Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998): AAS 90
(1998), 641-658.
[39] Cf. Summa
Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae I-II, q.
108, art. 1.
[41] Summa Theologiae II-II, q.
30, art. 4. Cf. ibíd. q.
30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por
Él mismo, sino por nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros
sacrificios, peroquiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la
utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los defectos
ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la
utilidad del prójimo».
[42] Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Dei Verbum, sobre
la divina Revelación, 12.
[44] Santo Tomás de Aquino remarcaba que la
multiplicidad y la variedad «proviene de la intención del primer agente»,
quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para representar la bondad
divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad «no podría
representarse convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I,
q. 47, art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas
en sus múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47,
art. 2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos escucharnos
unos a otros y complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y
del Evangelio.
[46] Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 19: AAS 87 (1995), 933.
[47] Summa Theologiae I-II, q.
107, art. 4.
[51] Cf. San Ambrosio, De
Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle
siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de
tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5,
24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este
cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; SanCirilo de Alejandría, In
Joh. Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me
he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis
dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados
os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus
delitos?, dice el salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la
santificación que vivifica para la eternidad?».
[55] San Juan Crisóstomo, De Lazaro Concio II,
6: PG 48, 992D.
[58] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 7: AAS 92
(2000), 458.
[59] United States
Conference of Catholic Bishops, Ministry to Persons with a Homosexual
Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
[60] Conférence des Évêques de France. Conseil
Famille et Société, Elargir le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons
le débat! (28 septiembre 2012).
[62] Azione Cattolica Italiana, Messaggio
della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8 mayo 2011).
[63] J.
Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología. Conferencia
pronunciada en el Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de
América Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara,
México, 1996, publicada en L’Osservatore Romano, 1 noviembre
1996. Cf. V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe,Documento
de Aparecida, 12.
[64] G.Bernanos, Journal d’un curé de
campagne, Paris 1974, 135.
[66]J. H. Newman, Letter
of 26 January 1833,enThe Letters and Diaries of John Henry Newman,
III, Oxford 1979, 204.
[68] Tomás de Kempis, De Imitatione Christi,
Liber Primus, IX, 5: «La imaginación y mudanza de lugares engañó a muchos».
[69] Vale el testimonio de Santa Teresa de Lisieux,
en su trato con aquella hermana que le resultaba particularmente
desagradable, donde una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una
tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea
para con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía… De pronto, oí a lo
lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un
salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él,
señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y
cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien yo
sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos
lastimeros […] Yo no puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé
es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales
sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que
no podía creer en mi felicidad» (Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito
C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres complètes, Paris 1992, 274-275).
[71] H. de Lubac, Méditation sur l’Église,
Paris 1968, 231.
[74] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Inter Insigniores, sobre la cuestión de la admisión de la mujer al
sacerdocio ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69 (1977)
115, citada en Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodalChristifideles laici (30
diciembre 1988), 51, nota 190: AAS 81 (1989), 493.
[77] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 19: AAS 92
(2000), 478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92
(2000), 451.
[82] Cf. Propositio 6;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[84] Cf. III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 386-387.
[85] Conc. Ecum. Vat.II,
Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 36.
[89] Ibíd., 40: AAS 93
(2001), 295.
[93] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que
es el nexo de ambos, no se puede entender la unidad de conexión
entre el Padre y el Hijo»; cf. también I, q. 37, art. 1, ad 3.
[95] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92
(2000), 480.
[97] Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 71: AAS 91
(1999), 60.
[98] III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla, 450; cf. V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento
de Aparecida, 264.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21: AAS 92
(2000), 483.
[100] N. 48: AAS 68 (1976), 38.
[103] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 262.
[105] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
[106] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 264.
[112] Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90
(1998), 738-739.
[116] Ibíd., 25: AAS 84
(1992), 696.
[117] Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[119] Ibíd., 75: AAS 68
(1976), 65.
[120] Ibíd., 63: AAS 68
(1976), 53.
[121] Ibíd., 43: AAS 68
(1976), 33.
[125] Ibíd., 43: AAS 68
(1976), 33.
[130] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social, 6.
[131] Cf. De musica, VI, XIII, 38: PL 32,
1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL 32, 701.
[133] Summa Theologiae I-II
q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones contrarias».
[134] Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 481.
[135] Benedicto XVI,
Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
[137] Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 21-22.
[138] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap.
postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 86-87: AAS 102
(2010), 757-760.
[143] Juan Pablo II, Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti 14/1
(1991), 853.
[147] V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 380.
[153] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 1: AAS 76
(1984), 903.
[157] Ibíd., 15: AAS 59
(1967), 265.
[158] Conferência Nacional dos Bispos do Brasil, Documento Exigências
evangélicas e éticas de superação da miséria e da fome (abril 2002),
Introducción, 2.
[160] San Agustín, De Catechizandis Rudibus,
I, XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS (1984),
907-908.
[166] Santo Tomás de Aquino, Summa
TheologiaeII-II, q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II,
q. 110, art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q.
26, art. 3
[172] Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción Libertatis nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS 76
(1984), 908.
[173] Esto implica «eliminar las causas estructurales de
las disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI,Discurso al Cuerpo Diplomático (8 enero 2007): AAS 99
(2007), 73.
[174] Cf. Commission sociale des évêques de France,
Declaración Réhabiliter la politique (17 febrero 1999); Pío
XI,Mensaje, 18 diciembre 1927.
[178] Catholic Bishops
Conference of the Philippines, Carta pastoral What is Happening
to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
[180] United States
Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming Consciences
for Faithful Citizenship (2007), 13.
[182] Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965,
41-42.
[183] Cf. I. Quiles, S.I., Filosofía de la
educación personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
[184] Comité permanent de la Conférence Episcopale
Nationale du Congo, Message sur la situation sécuritaire dans le
pays (5 diciembre 2012), 11.
[185] Cf. Platón, Gorgias, 465.
[191] Santo Tomás de Aquino, Summa contra
Gentiles, I, VII; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 43: AAS 91
(1999), 39.
[194] Indian Bishops’
Conference, Declaración final de la XXX Asamblea: The Role of the
Church for a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[207] Cf. V. M. Fernández, «Espiritualidad para la
esperanza activa». Acto de apertura del I Congreso Nacional de Doctrina
social de la Iglesia, Rosario (Argentina), 2011: UCActualidad 142
(2011), 16.
[210] Ibíd., 39: AAS 98
(2006), 250.
[211] II Asamblea especial para Europa del Sínodo de
los Obispos, Mensaje final, 1: L´Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de Stella, Sermo 51: PL 194,
1863.1865.
[213] Nican Mopohua,
118-119.
[214] Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, cap. VIII, 52-69.
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